Por Magela Roco 

Hay pocas cosas a las que me condeno con algún tipo de fervor. Estas mandas que uno tiene para sí, que no soportan una explicación racional. Si bien, no siempre la cumplo, la mayoría de las veces sí; leer el libro completo, aunque no te guste, aunque te hayas decepcionado en el camino, aunque se te haya hecho demasiado largo. Muy a mi pesar, a medida que fui leyendo Mil grullas de Yasunari Kawabata (Emecé, 2005)  quise abandonarlo. Afortunadamente no lo hice, y terminó siendo—para mí— un libro del todo honorable.

Se trata de un libro breve y de rápida lectura, aún así hay una idea transversal que recorre toda la historia: la ceremonia del té, que pareciera traer a colación todo el peso de la tradición y cultura japonesa, en este acto que puede ser tan casual para el occidental, acá funciona como antesala de las luces y oscuridades del pasado.

A pesar de esto, en la primera parte de la obra la escritura es extraña, poco fluida, oraciones que no van a ningún lado, o descripciones repetitivas como “Es mala, no es buena…” a veces, hay un uso excesivo del sujeto en un párrafo, aun cuándo es imposible la confusión sobre de quién se está hablando. También hay un narrador que no se logra definir y que a momentos pareciera querer estar dentro del relato  “Pero uno no podía evitar pensar…” ¿Quién es ese uno? No sé si hay algo más decepcionante que darte cuenta que el narrador, no está contando, está explicando. Cuándo pasa, pienso ¿te lo estás explicando a ti mismo? Si no estás seguro de tu historia, yo tampoco lo voy a estar. Y por favor, no me subestimes.

Tengo una amiga que estudia audiovisual, y el otro día me hablaba que en el cine todo tiene que tener un propósito, si se muestra algo es porque importa, las escenas y las palabras se tienen que justificar. Y esto fue justamente de lo que iba careciendo la obra.

Pasé las primeras hojas poniendo los ojos en blanco, fue frustrante porque la cita tenía ciertas expectativas, ya sea porque el autor fue ganador de un premio Nobel (1968) o porque lo que he leído hasta ahora de literatura japonesa, ha sido por sobre todo de una escritura llana, que sirve como puente — a través de un lenguaje simple—a imágenes e ideas de una delicadeza conmovedora.  Seguí avanzando por determinación, hasta que ocurre un suceso en la historia y por fin, el libro empieza.

La muerte de un personaje hace una ruptura en la historia y también en la escritura. La lectura desde acá se siente como un resbalín. ¿Cómo se va entrañando esta seguidilla de sucesos e imágenes de manera tan natural? Kawabata hace movilizar a sus personajes entre arboledas, violentas lluvias, jarrones y tazas de té mientras se van enfrentando cara a cara con temas como la culpa, la muerte, las palabras que no se dijeron, el desvelo que produce la soledad y sobre todo la abrumadora carga que dejan los antepasados.

La historia se podría acotar a dos personas huérfanas que, al parecer, intentan experimentar en su propia vida las vivencias de sus padres. Pero hay algo más, algo sinuoso que atraviesa todo el relato como el silencioso deslizar de las serpientes. La mujer de la mancha negra en el pecho, con su errático actuar es como una sombra que va detrás del protagonista “Kikuji nunca se olvidó de la mancha. A veces incluso podía imaginar que sus destinos estaban enmarañados con ella”, sin embargo, la mujer que a sus afueras había sido marcada, no termina siendo distinta a los demás, quienes guardan una negritud que aparece en sus pecados y destinos, que llevan una mancha de la que -y ellos terminan por saberlo- no se pueden librar.

Hay reflexiones que me quedan deambulando “Los muertos no importunan con consideraciones morales a los vivos”, dice Fumiko, la mujer que ha perdido a su madre ¿Hasta cuándo podemos hablar de los muertos?, ¿La muerte nos da un derecho, a los vivos, sobre ellos?, ¿Puede alguien morir por su propia fealdad? y ¿Es realmente la muerte un descanso, o esas almas que ya no saben donde ir empiezan a importunar la vida de los que quedaron…?

Los grandes conflictos se vienen a posar en tazas de té llenas de flores, manchadas de tintes de labios, y con alguna rotura que empieza a sobresalir cuándo las miras con cuidado. Después de todo, siempre habrá al menos un sosiego, una imagen a la que poder acudir en el desamparo, siempre se podrá evocar a mil grullas que van iniciando vuelo, dejando tras de sí una estela blanca y brillante.

García Márquez en Cien Años de Soledad escribe “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”, Kawabata escribe “Los muertos son, de alguna manera, nuestra propiedad. Debemos cuidarlos”. Ambos coinciden en algo, los muertos son nuestra identidad, los muertos nos dejan sus últimas huellas y decadencias a todos quienes seguimos en la tierra.

Quizá las condenas guardan algún tipo de recompensa.

Libro: Mil grullas
Autor: Yasunari Kawabata
Editorial: Emecé editores
Año de publicación: 1962
Traducción: María Martoccia
Número de páginas: 143