[CUENTO] EL PÉNDULO

Había sudor, el olor que exhala el cuerpo después de correr un maratón, el olor a orina y otros fluidos secretados por el cuerpo humano, y no solo era de mi cuerpo: hubo otros al igual que yo que esperaron o dejaron pasar el tiempo sobre esta misma mesa de mármol. Aun así, me era difícil pensar que otros en mi situación, antes de este día hayan declinado en las mismas circunstancias.

Dicen que cuatro paredes pueden crear un hogar, estoy entre cuatro paredes y probablemente sea cierto eso que dicen, y este sea mi último hogar, uno solitario y frío, uno breve, pero el que perdurará en mi memoria más que otros más cómodos, más que otros más cálidos, porque este es el último que habitaré.

El mármol es un buen material, es un deleite para vista, pero muy frío al tacto. Recuerdo las bancas del museo en invierno, un hermoso mármol, listas para una foto, pero al más leve contacto mis manos se tensaban; ¿Cómo podía ser algo tan bello y suave, pero frío al mismo tiempo?

A veces pienso que la belleza es una mentira, que una parte de nuestro cerebro nos la cuenta para hacer más aceptable ciertos aspectos de la vida, y que no es real. Recuerdo a Adam, él era la persona más bella en todo el mundo, o eso creía, o eso me hacían creer, o tal vez él quería que creyera eso. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que lo vi… ¿Lo bello puede morir? ¿Él reamente era bello? ¿Él realmente murió?

¿Amar puede ser un pecado? ¿Amarlo pudo realmente ser un pecado? La verdad no importa si fue o no un pecado, o si pudo haber sido de otra forma, porque yo lo amé, de forma inevitable e irresistible, y aún en este lugar, sobre el frío mármol, lo amo y nada en el mundo puede cambiar eso, ni siquiera la afilada arma que pende sobre mi cuerpo. Nadie, ni siquiera el miedo tocará esa parte de mí, ese amor que me hizo feliz y ese tiempo que fue solo mío y de Adam. Solo me pregunto si podré recordarlo incluso después de morir. Su recuerdo, eso es lo único que quiero llevarme conmigo… ¿Lo podré recordar?

…puedo sentir el vaivén del viento sobre mi pecho desnudo, y el ruido del metal bajando y aproximándose hasta mí. Cada hora se aproxima veinte centímetros, y empezó a las ocho de la tarde, lo sé porque así rezaba mi condena, esa condena que los hombres han designado para mí en esta vida. A las doce de la noche el péndulo descenderá lo suficiente para destruir mi cuerpo… son las ocho en punto y el ruido metálico de las poleas lo anuncia.

Tenía cinco años en esa navidad especial en que mis padres anunciaban su embarazo ante la familia. Yo lo sabía por adelantado porque días atrás mis padres me sentaron en la mesa del comedor y me explicaron que tendría un hermano o una hermana en algunos meses más. Mamá estaba feliz, recuerdo sus sonrisas, incluso carcajadas.

Yo jugaba en mi cuarto esperando la llamada de mamá para la cena, me gustaba imaginar la sonrisa de todos en el lugar. Me sentía parte de algo que entregaría felicidad a todos.

Recuerdo la comida, el pollo recién preparado, las bebidas, las papas asadas. Todos esperaban el postre, un brazo de reina de ochenta centímetros que mi madre preparaba cada navidad. Siempre quedaba para deleitarse los días siguientes.

Me sentaría tan bien un abrazo, sólo uno antes de partir, tal vez mamá me abrazaría, si ella estuviera viva creo que podría abrazarme por última vez. Su perfume entumeciendo mi nariz y mi memoria con recuerdos, el roce de su suéter tejido por sus propias manos, el roce de su mejilla tibia sobre la mía, un beso en el aire y al final una sonrisa llena de calidez, como esa que me daba cada noche antes de dormir. 

Segundo ruido metálico me indica que el péndulo había descendido veinte centímetros más, y que eran las nueve de la noche, me quedan tres horas de vida y el vaivén del péndulo continúa con su cruel danza sobre mi cuerpo, sin pausas, sin prisas, solo haciendo la danza de la muerte. Me es raro pensar que estoy en la misma situación de muchos antes que yo, y que otros muchos más padecerán. Muchos han muerto bajo el filo del verdugo del péndulo, y quizás todos éramos culpables. Mi vida no debe ser culpa de nadie más que mía, soy culpable de muchas cosas, que en otros tiempos me parecieron banales, o irrisorias, pero ahora se enfrentan a mí con la forma de un frío metal que se deja caer y baja cada vez con más fuerza sobre mí.

Y también soy culpable de amar, de haber tomado la mano de Adam en lugares públicos, de besar su frente al despedirnos. Soy culpable de haber soñado lo que vivimos, un sueño del que no quería despertar, pero mis párpados se han abierto y me muestran la claridad de una habitación diseñada para matar. No solo para mí, pero hoy hasta media noche soñaré por última vez. Ya no será un sueño, porque Adam no está aquí, solo su recuerdo…

 Esto es una pesadilla que terminará al mismo tiempo en que mi corazón se detenga. Aunque mi corazón ya se detuvo hace años, junto con él… ¿Qué es lo que hay dentro de mí? Estoy roto, muy roto, en realidad todo este mundo está roto: el amor no debe ser un pecado, pero lo es ahora y pago por ello.

El péndulo sobre mí amenaza con despedazarme, pero el no lo sabe, no puede saberlo, todo lo que se ha roto en mí, se ha congelado. Solo cortará carne muerta, porque estoy muerto, desde el día en que mi Adam ya no está… ¿Podré llevarme su recuerdo conmigo?

Tercer ruido metálico, mi verdugo frío e inevitable vuelve a descender otros veinte centímetros más cerca de la hora convenida de la ejecución, son las diez de la noche. Abrigo el recuerdo de haber amado, de ser libre, de ser joven, de proteger a Adam, de su sonrisa, la calidez de sus manos sosteniendo mi rostro al besarme, y mis brazos envolviendo su espalda para aproximarlo hacia mi cuerpo. Esta noche siento sus labios sobre los míos, tan suaves, que siento miedo de que esta sensación desaparezca incluso si respiro. Pero el vaivén del péndulo desintegra ese recuerdo con la ráfaga de viento que presiona sobre mi cuerpo, al conducirse cada vez más rápido.

Cuarto ruido metálico, son las once de la noche, he cerrado mis ojos para evitar el contacto visual con los inexistentes ojos de mi verdugo. El metal de mi verdugo fue forjado bajo el fuego, con el calor y el esfuerzo de las manos, del martillo, de un calor que lo hizo arder para tener la forma de verdugo. No tiene nombre, no tiene voz, no tiene consciencia, no tiene voluntad, solo un ritmo, una misión, y al cortarme habrá cumplido su propósito y yo habré pagado mi condena. Puedo sentir una gota de sudor frío bajando por mi cuerpo. Está tan cerca, trató de pensar en algo más, sigo con los ojos cerrados, como si estuvieran tapados. No quiero abrirlos, no vale la pena volver a mirar mi destino, el destino que el hombre ha elegido para mí.

Quinto ruido metálico, “Lo siento Adam ya no podré seguir amándote”. Presiono fuerte mis puños…

Autora: Carla Araneda Condeza

Chile, 2021

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