El Asalariado

[Cuento] Repartidor de volantes 

Por Rolo Medina.

Aprender una frase, evitar el atropello, entregar el tríptico y mirar pechugas.  Eso es lo que hacía dos o tres veces por semana. Llegaba casi siempre puntual a la salida del metro Tobalaba. El gentío y la intensidad de la población flotante del sector era y según pude comprobar hace un par de semanas, el mismo que en esos días. El desayuno en la garganta y un frío habitual en los meses invernales de Santiago se hacían enemigos sin dificultad. Yo recibía instrucciones de Solange para que entregase correctamente la información. Poco a poco iban llegando al encuentro los demás compañeros volanteros.

– Tienes que fijarte bien a quién le entregas los volantes. Ni a taxistas, ni autos viejos, ni gente fea. -¿Me entiendes? Discrimina, por favor.

Esto que se lee aún como una clasista adoctrinación, no era sino la invocación y el deseo ferviente de establecer diferencias entre el común y corriente chileno, y el que podía acceder a las ostensibles y caras cabañas de agrado que ofrecía la empresa que publicitábamos y por la que recibíamos 10 mil pesos diarios, pagados en cada quincena, y con un horario de 6 horas. Afincados en una cuestionable realidad  socio-económica, los folletos estaban diseñados para una clientela arribista y aspiracional. Por cierto, exclusiva. Lodge de pescas, saunas, canchas de tenis, minigolf, etc. y una ubicación colindante a la cordillera de los Andes. Un lujo para la minoría.

En el auto de la coordinadora, una delgada y neurótica mujer al volante, nos reforzaba nuestro público objetivo, mientras nos transportaba hacia los puntos de entrega del material. Nadie quería la avenida Andrés Bello. Era una calle ancha donde los autos corrían, y los semáforos no ayudaban mucho. Sin seguros de por medio, ninguno de nosotros quería terminar nuestros días atropellados por un hijo de puta de nuestra misma edad en un Mercedes Benz. Al poco tiempo uno se percataba que el trabajo era además de peligroso, mal mirado. ¿Quién se expone por 10 mil pesos mugrientos a que lo atropellen?

Ya una vez en el punto de entrega, uno debía realizar dos cosas. Primero, intentar congeniar con el vendedor ambulante o con el artista callejero que habitaba en dicha esquina. Y segundo lugar, estar atentos a los inspectores de seguridad municipal que cursaban los partes respectivos a la empresa, pues no siempre teníamos permisos para repartir los materiales. Los vendedores ambulantes no eran de muy dócil trato que digamos. Estabas invadiendo su territorio, y algunos realmente se ponían agresivos con uno.

– Saca las huevás flaco, por la chucha. No ves que tengo que pasar.

– Puta, si también estoy trabajando. -Respondía.

Al principio me calentaba la cabeza. Después, simplemente dejó de molestarme. Ellos hacían lo suyo, y estaba bien. El tema de los inspectores sin embargo era más complejo. Apenas me divisaban, comprendía que tendría que llamar por celular a la insufrible coordinadora. El hecho de que la empresa no pagara permisos era una realidad tan asible y palpable como la tremenda brecha de desigualdad imperante en el país. En las columnas de los periódicos serios y decentes, (los menos) se hablaba de un Chile como el país más desigual de los que integraban la OCDE. Que los salarios eran proporcionales a los de Angola, y de la necesidad de reformas en el sistema tributario, educacional y de pensiones.

Pese a ello, los afiches en mis manos seguían insistiendo con las cómodas cabañas de relajo, los lodge de pesca, y el minigolf. Convivían dos países en unos cuántos segundos que duraban los semáforos; El que teníamos que evitar y el grupo objetivo de la empresa de ecoturismo.

La Cámara Lúcida

Por Guillermo Soriano.

Llama la atención que un texto tan autorreferencial sea objeto de estudio para quienes se acercan a la teoría fotográfica. La reflexión que hace Barthes sobre la importancia de las imágenes a partir de una foto familiar, se transforma en el punto de partida de una serie de distinciones y definiciones para comprender aquello que vemos plasmado a través de nuestra cámara.

Al igual que el autor, realicé el ejercicio de tratar de encontrar la esencia de mi madre ya difunta, en aquellas fotografías que guardo de ella. Efectivamente, reconocerla en su esencia a través de la colección que guardo me fue difícil, sin embargo, rasgos característicos de ella los encontré en fotos de mi abuela. Un pequeño gesto facial bastó para recordar a mi madre como fue. Respecto a esta foto de mi abuela, Barthes cuenta que la realidad inmortalizada en esa imagen nos ofrece la realidad del linaje y no precisamente la del individuo. Ante esto, se revela una identidad más interesante pero que al mismo tiempo decepciona ya que hace brillar una diferencia.

Muerte y fotografía son los dos temas indisolubles del libro. Para Barthes, la fotografía adquiere valor cuando se produce la desaparición irreversible del referente y la muerte del sujeto fotografiado. La imagen adquiere mayor importancia cuando lo fotografiado ya no existe, ya que inmortaliza ese instante de la persona/lugar que ya no está, y que, al mismo tiempo, atravesó una experiencia de muerte ante la idea de ser fotografiado. La pesquisa ontológica para definir la fotografía, sirve para que el autor comience a relatar su interés como “cariz cultural” y no en sus aspectos técnicos que la puedan definir.

En este viaje de matiz nostálgico en el que nos transporta el autor, repararemos en las distribuciones fotográficas a las que se someten las fotos: empíricas (profesionales/aficionados), retóricas (paisajes/objeto/retrato/desnudos), estéticas (realismo/pictorialismo) y en cualquier caso exterior al objeto. Dicho esto, Barthes aclara que considera a la fotografía «inclasificable», puesto que está siempre invisible y que “repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.

En su análisis Barthes nos habla de “Operator” (fotógrafo), Spectator (los que examinan las fotos) y “Spectrum” (lo fotografiado). De este modo, el sujeto fotografiado (Spectrum) se transforma en una “imagen museo”, puesto que vive «una micro experiencia de muerte», ya que ese instante de su vida quedará inmortalizado y no representará ni reflejará la imagen de sí mismo, sino que, sólo será una representación pictórica de ese segundo. Dentro del interés o “aventura” que siente el autor por ciertas fotos más que por otras, surgen dos elementos acaso los más celebrados del libro: Studium (aplicación a una cosa, gusto por alguien) y el Punctum (pinchazo, esa casualidad de la foto que engancha).

Toda fotografía familiar del “Spectator”, tiene “Punctum” para él, por la emoción que a éste evoca. Sin embargo, ampliaría esta definición a fotografías que cuentan con características de interés personal para algún familiar, y que además cuentan con rasgos de interés social, como lo puede ser una fotografía de un detenido desaparecido o las ruinas de un edificio caído producto de un terremoto.

Barthes resume desde su propia experiencia los cuestionamientos que puede tener cualquier civil respecto a la fotografía, surgiendo la idea del valor de la foto con el paso del tiempo. Le atribuye su importancia que puede estar dada con la muerte; la desaparición de ese ser amado que la fotografía inmortaliza e inmoviliza para siempre. Quizás me valga de la memoria para recordar a mi madre en aspectos o acciones que una fotografía no me puede mostrar. Pero sin duda, una imagen de ella reflejaría más precisamente la muerte y aquello que ya no volverá a ser.

[cuento] El vendedor y su vehículo

Por Rolo Medina

Solía convencerme de que las primeras impresiones no podían modificarse muy fácilmente. Miradas tibias y condescendientes me decepcionaron durante muchos trabajos o subempleos, por más que mi comportamiento fuera discreto pero continuamente solícito.

Algo había en esas personas que me traspasaban sus prejuicios o dudas. Yo intentaba seguir de manera incólume mi tránsito comercial con el carrito de alimentos, que llevaba no sin irregulares pasos. Una rueda falta de aceite ponía en juego un equilibrio semi mortal para mi trabajo entre las 08:30 de la mañana y las 17 horas de la tarde.

El diseño particular de mi vehículo laboral contemplaba tres compartimentos hacia el exterior y dos en el interior. En las divisiones de adelante debían ir pulcramente organizados los sándwiches tipo baguete, las ensaladas de frutas, los almuerzos, y en la parte superior, los confites-snacks. En el cajón interno, mi caja. Además portaba siempre un lápiz bic, un gel para manos, una bolsa con el efectivo inicial y un talonario de boletas.

El trabajo consistía en conducir el carrito por los pasillos de siete pisos pertenecientes al edificio cuyas oficinas corporativas utilizaba un banco entre otras organizaciones tales como sociedades de abogados, dentistas, arquitectos, etc.  Sí, subía y bajaba con un carrito de comidas por los ascensores procurando que no se me cayera nada. Antes, durante mi llegada al edificio, previa espera del vetusto taxista que me transportaba y que se quedaba irregularmente estacionado en la vereda del frente, en la calle Moneda entre Ahumada y Estado. Yo debía cargar dos coolers repletos de comida, más 36 latas de bebidas gaseosas, y 20 jugos naturales. O al menos eso decían las putas etiquetas.

– Ya maestro, me espera un ratito que la hago cortita.

– Cruce no más mijo- Respondía el viejo, que a ésa altura del trayecto ya olvidaba el mal rato que le hacía pasar mi jefe, el administrador del negocio, quien le debía 18 lucas.

Luego de dos o tres viajes, según como amanecía mi espalda, dejaba los productos en el hall, pegado a una puerta lateral de los ascensores.

– Hola compadre. Oye por favor, deja que suba la gente primero. Solicitaba el conserje del imponente edificio.

– Ok, respondía yo. Y cavilaba sobre mi condición de «no gente».

El piso al que debía llegar era el séptimo. A las nueve de la mañana las hordas de oficinistas se agolpaban en las puertas de los cuatro ascensores y yo no podía hacer otra maldita cosa que esperar. Una vez en mi destino, realizando suculentos esfuerzos lograba llegar a la puerta donde tenía habilitada por contrato entre la empresa de comidas y el banco, una pequeña despensa para guardar los alimentos, y organizar los inventarios de lo por vender. En sí mismo, el oficio era simple, vulgar sí se me permite. A las semanas, los clientes se sentían en confianza para pedir ciertos encargos. Algunos, lisa y llanamente aseguraban los mejores almuerzos. Otros, comenzaban a confidenciarme detalles de sus funciones en el banco, y hasta un par de mujeres cuarentonas coqueteaban de manera agraciada pero decorosa.

A veces mientras compraban, algunos me manifestaban el fastidio demoledor de sus rutinas, mientras otros se jactaban de sus menudencias familiares que poco o nada me importaban. Los menos, respondían a mi paso de una manera despreciativa. Podía leer en sus ojos cierto nivel de lástima hacia mis funciones. Esto se sentía como una ráfaga de ira y un subidón de temperatura en mi sangre.

Un peregrino deseo alimentado por la bestia del ego me ponía tenso. A la hora de mi almuerzo, en principio era notoriamente visible como eludían mi presencia. En un comedor compartido entre oficinistas, ejecutivos, trabajadoras del aseo, del servicio de climatización, etc. Ahí estaba yo, esperando la liberación de un espacio en la mesa rectangular disponible. A menudo intentaba amilanar la espera bebiendo un poco de agua o tomando café en las máquinas que se encontraban en la sala del comedor.

Los mejores días para la venta eran los lluviosos. Eso les nutría de una esperable pereza. Esperable porque pasaban la mayor parte del día sentados sobre sus traseros rutinarios. Alcanzaba a realizar tres o cuatro vueltas por cada pasillo, y vendía un 75 % de lo que llevaba desde la cocina del local ubicado a unos 200 metros de la estación Salvador, en Providencia. Los días de poca venta eran los peores para mi espalda. Debía volver caminando dicha distancia y hacía paradas para liberar un poco la tensión corporal. Al llegar al negocio, generalmente esperaba a que llegara el hijo del administrador, un tipo joven como yo, pero mucho más alto. Se encargaba de la logística, de comprar los insumos y también salía a vender en otros puntos de venta.

Teníamos buena relación, y nos conocimos porque existían amigos en común. En una de las tantas charlas post pichanga de futbolito, el flaco Oscarito recogió mi relato de solicitud para poder trabajar. Yo había desistido de trabajar en mi profesión, y buscaba algo de dinero para pagar mis cuotas del crédito universitario.

Nos reunimos un martes, y ya el miércoles iba a trabajar. Entendía claramente lo que exigía de mí, y él también respecto a los que yo solicitaba, salvo cada fin de mes. Era duro para pagar. Quizá demasiado, aunque justificadamente celoso de sus intereses. Había tenido varias desavenencias con antiguos vendedores, y tampoco podía negar la insoslayable presencia de los genes. Su padre, el viejo que no le pagaba a tiempo al taxista, era un tanto conchesumadre. Sólo un tanto. Tan alto como el hijo, pero con un carácter seco y flemático. Era el encargado de los números y las cuentas de la pyme.

Lo más gracioso era escucharlo intentando parecer genuinamente alegre. No lo era,  y sus sonrisas o comentarios eran sombríamente paternalistas o socarronamente verticales. Sobre todo con el ayudante de cocina. Un joven haitiano, que trabajaba en dos lugares y cuya presencia era siempre la primera que me recibía después que amarraba mi bicicleta en una de las rejas adyacentes al local. Éste se encontraba entre varios edificios que conformaban un perímetro de varias torres.

 – Buenos días compadre.

 – Buenos días – respondía Dumas.

Dumas tenía las manos áridas, y por supuesto siempre estaba cagado de frío. Era pequeño pero fuerte, y su ánimo aunque aletargado por el cansancio y las horas de extenuando trabajo, siempre estaba a punto de soltar alguna broma. Yo le ayudaba armando los cubiertos plásticos que se entregaban elegantemente sellados. También colocaba las tapas a las frutas y los almuerzos. El tercero en llegar era el cocinero. También joven, y agradable. Luego de unos 20 minutos, aparecía el viejo dueño.

– Cómo va- Decía siempre saludándome a mí antes que al haitiano.

– Dumas, vengo del baño y está la cagada huevón. Sería bueno que lo limpiaras eh. Soltaba el viejo.

– Hola jefe- respondía el morocho.

El último en llegar era el hijo. Casi prestamente para cargar la mercadería y partir a los puntos de venta. Después de un tiempo mi espalda no me permitió seguir trabajando por el mínimo, o por un sueldo maquilladamente superior.

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Los críticos apostaban por Germán Marín o por Pedro Lemebel. Para la ciudadanía (antes llamada pueblo) el merecedor del Premio Nacional de Literatura 2014 correspondía a este último, quien renovó la crónica latinoamericana desde una esquina marginal y contestataria.  

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