Revista Destiempo

En búsqueda de La Isla de las Palabras Rotas

Por Cristian van Kerkhoff

Sé que internet no siempre es la fuente más confiable, pero fue por ahí, entre 2011 y 2012, mientras terminaba mi tesis de pregrado, que encontré algo que me voló la cabeza: el vínculo entre navegantes neerlandeses y mapuches desde el siglo XVI. Desde entonces, comencé una investigación obsesiva, recorriendo bibliotecas, librerías y ferias, atando cabos, encontrando pistas que no solo me aclaraban el panorama, sino que le daban un nuevo sentido a mi propia identidad.

Durante un viaje en bicicleta por la Araucanía —desde Freire hasta la costa— encontré en la biblioteca de Carahue varios libros sobre este mismo tema. Me quedaban apenas 15 minutos antes del cierre, así que fui directo a las bibliografías, anotando títulos y autores en una libreta. Uno en particular llamó mi atención: La Isla de las Palabras Rotas, de Daniel Quiroz. Ya lo había visto mencionado una y otra vez durante mis búsquedas online, como un eco persistente que finalmente tomaba forma.

Al volver a casa, revisé mi libreta llena de apuntes y decidí que tenía que encontrar ese libro. Busqué al autor y descubrí que trabajaba en la Academia de Humanidades, en avenida Recoleta. Confiado, escribí un correo a la institución preguntando dónde podía conseguir La Isla de las Palabras Rotas. Para mi sorpresa, Daniel Quiroz me respondió personalmente y me citó en su oficina. Fui en bicicleta y conversamos por unos 45 minutos sobre las travesías de los neerlandeses y su relación con los mapuches lafkenches, incluso en formas de comunicación no verbal. Me dijo que había dejado copias del libro en el Centro de Estudios Barros Arana, en la Biblioteca Nacional. Fue como abrir un portal de conocimiento: allí, además del libro, encontré más de una decena de textos complementarios.

Leí el libro en menos de una semana. Su sola portada me transportaba a un universo donde los neerlandeses habitaban la Isla Mocha desde el siglo XVI, producto de una descendencia improbable. Lo siguiente fue inevitable: necesitaba ir a la isla. Pasó más de un año hasta que en noviembre de 2014 logré tomar un bus a Tirúa y, desde allí, abordar un barco hacia la Mocha. En el trayecto conocí a Eugenio Moya, el «Tello», con quien compartí historias durante las tres horas de cruce por las frías aguas de la corriente de Humboldt.

Fue él quien llamó a su madre, la señora Laura Herrera (Q.E.P.D.), quien me recibió en su casa. Vivía con su hijo Franklin Moya (Q.E.P.D.) y por esos días estaba también su hermano, don Juan Herrera. Al tercer día les pregunté si veían la serie Los 80. Laura sonrió.

El libro fue mi guía en un territorio sagrado. Releyéndolo durante las noches, descubrí que Daniel Quiroz había entrevistado, a fines de los años 80 y principios de los 90, a don Alfredo Herrera, padre de la señora Laura. Ese dato me estremeció: yo estaba durmiendo en el mismo hogar del principal testimonio del libro que me había obsesionado, rodeado de la familia que ahí aparecía mencionada.

Los dos últimos días en la isla, me dediqué a transcribir la entrevista completa de don Alfredo para dejar una copia a sus hijos. Después del viaje, envié dos fotocopias del libro a don Juan Herrera, quien vivía en Antihuala, en la región del Biobío, con su hija.

La relectura del libro me permitió conectarme aún más con los mochanos. Pude hablar de hitos clave como el Club Olimpia, el primer vuelo que aterrizó en la isla gracias al piloto Edgar Blackburn Melin —quien previamente lanzó frutas y diarios desde el aire para anunciar su llegada—, o los mitos de la isla: la ballena blanca Mocha Dick, el bosque sagrado, Trempulcahue y las cuatro machis que se transforman en ballenas para guiar las almas hacia Amucha, la isla del renacimiento.

Quizás se pregunten qué haré con toda esta historia. Llevo más de una década recopilando información. Tal vez termine siendo una novela histórica de ficción. Espero tenerla lista antes de cumplir los 50.

Libro: La isla de las palabras rotas
Autor: Daniel Quiroz
Editorial: Centro de investigaciones Diego Barros Arana
Año de publicación: 1997

Supremo

Por Lorena Arana

Llegamos a la iglesia. Sí, a la del secuestro, en Cali. Muchos carros, se nota que es Domingo de Ramos. Mi madre se baja. Yo me voy a buscar parqueadero, regreso. Está atestado de gente. Veo a mi madre sentada en la primera fila. Me ubico afuera, bajo una carpa que han instalado. Hay pantalla gigante, incluso sillas libres. Me siento, curiosa, mientras todos se aglomeran en las puertas. Escucho la misa. Lo hago y no, como tantas veces en que debo llegar a casa a repasar las lecturas. Ya se volvió costumbre. Una terrible, si me pongo a pensar. Precisamente eso: Ponerme a pensar.

Los confesantes forman una larga fila, justo al lado de donde estoy.  Se nota que es Domingo de Ramos. Sobreviene la culpa en el ambiente; dentro de mí también, claro. Y una cosa sí escucho: el Evangelio. Que a Jesús lo arrestaron y los discípulos huyeron, que pasó la noche pidiendo: “Si es posible, que se aleje de mí este cáliz”; que tenía una tristeza de muerte, así mismo dice. Que Pedro lo negó… Después, llega todo lo humano: La sed, la sangre, el dolor. “Pobre”, pienso; cuando fue Él, precisamente, quien me salvó.

En el momento de la paz, encuentro un puesto junto a mi madre. Vemos a uno de los ayudantes del padre llorando, arrodillado en el altar, tras recibir la hostia. Quién sabe qué le pasa. Mejor dicho, qué le pesa. “Jesús, tú eres”, la canción. “la persona”. Y ahí estamos todos, “más importante”, mujeres, hombres, ancianos. “En este lugar”. Cada uno desde su experiencia. “Rey de reyes”, desde quiénes somos, “señor de señores”. Y ahí está Él, “aquel”; rescatándonos una vez más, “que mi vida cambió”, de nosotros mismos, de nuestra maldad, impureza; cumpliendo sus promesas dos mil años después.

El que predicaba con parábolas y tenía doce apóstoles era, ciertamente, el Mesías. Así lo reconocieron nuestros antepasados cuando se rasgó el velo del templo y aún seguimos adorando a ese hombre ensangrentado, espinado y lleno de miedo; cargando una cruz que no era suya por nosotros, por cada uno de nuestros traumas y problemas, por los momentos en que hemos sido débiles, para que tengamos una experiencia de vida plena.

Cada vez que somos probados, está ahí, detrás, apostando por nosotros, por la semilla que sembró; como si fuéramos superhéroes, cuando es Él, precisamente Él… (¡Ahh! Permítame, tomo aire) Con el único fin de que sigamos mirando al cielo, diciendo: “¡Gracias!”, encontrando un perdón, elevando la mirada a ese Dios que no falla, pidiendo de rodillas, confiando. Me pregunto: ¿Será posible que la humanidad haya mantenido una farsa? ¿Que esta haya trascendido generaciones y continentes? Aparte, ¿desde una época sin la tecnología y las facilidades de comunicación de ahora?

¿Y los ángeles, exorcismos, posesiones, apariciones?
¿Y la Virgen, sus manifestaciones?
Y todavía nos preguntamos si Dios existe.
Salgo con mi madre, agarrada de gancho, a buscar el carro.
Sí, se nota que es Domingo de Ramos.

Elvira Hernández: poesía para salir de la zona de confort  

Por Guillermo Soriano

Los poemas de Elvira Hernández (Premio Nacional de Literatura, 2024), han circulado tradicionalmente por rutas tan inciertas como el propio paisaje cultural chileno. Pareciera que una condición tácita para valorar a un buen poeta es condenarlo primero al extravío y a la dificultad de acceso. Por fortuna, la antología «Los trabajos y los días» (Lumen, 2016) viene a rescatar de la injusta precariedad la obra de Hernández, poniéndola en manos del lector contemporáneo de manera tan impecable que casi despierta sospechas.

Elvira Hernández, seudónimo de Rosa María Teresa Adriasola Olave, ha desarrollado una poesía que se distingue por su compromiso social y político, así como por una constante exploración del lenguaje y la identidad cultural chilena. En esta antología leemos desde su icónico «La bandera de Chile» hasta «Pájaros desde mi ventana», obligándonos a una reflexión pausada, algo que parece fuera de moda en un país acostumbrado a titulares inmediatos y olvidos veloces. Sus poemas exigen volver una y otra vez sobre ellos, a veces golpean, otras acarician, y en ocasiones, simplemente nos ignoran con una ironía silenciosa, resistiéndose a las preguntas fáciles y superficiales.

En esta antología, se recopila de manera cronológica el trabajo de 35 años, presentando una búsqueda inquieta e irónica, cuestionando desde los márgenes, las certezas sociales chilenas. Su voz firme y crítica, oscila entre el sarcasmo político y una ternura discreta que surge en rincones y ángulos inesperados. En sus poemas, lo cotidiano se entremezcla con lo trágico, dejando en evidencia las contradicciones y absurdos que definen nuestra identidad nacional.

Elvira Hernández se instala con un lenguaje auténticamente chileno, en una tradición que reinventa y subvierte con una inteligencia rara y sutil. Su poesía pone al país frente a un espejo incómodo, recordándonos que la poesía no está para consolarnos, sino para sacudirnos de nuestra comodidad y empujarnos a pensar desde la ironía, el desencanto, pero también desde una luminosa esperanza.

Ciudad interior

No puedo ser otra que la pensativa del Patio de los
Callados, la llorosa del Parque de los Reyes,
la olvidadiza

Ni otra
que la que recoge papeles con sangre

Ni
Aquella que no quiere el balazo solipista
        porque nada desaparecerá

A ratos soy la misma, la Una, la del espejo
que camina con una araña en el ojal

la sombra
que se pegó al hombre que dobló la esquina
      y duele su cuello guillotinado.

****
Libro: Los trabajos y los días
Autora: Elvira Hernández
Año de publicación: 2016
Editorial: Lumen

No va a perder su tiempo

Por Lorena Arana

El gordito, cuento corto del escritor israelí Etgar Keret; en poco más de mil palabras, nos traslada a través de una narración surrealista, con romance de por medio, que surge entre el protagonista y otro personaje, el cual es el eje de todo y quien lanza al público directo al género fantástico. Es lineal en el tiempo y está escrito en segunda persona; lo cual considero que, como lectores, nos involucra de inmediato.

Arranca cuestionándonos: “’¿Sorprendido?”, así como remontándonos, instantáneamente, a nuestra propia intimidad: “Sales con una chica. Una primera cita. Una segunda cita”. Aquel tono cercano se alcanza de manera automática; al igual que el entretenimiento que brinda, refiriéndome a una obra que, fácilmente, se lee de un tirón, sin una pizca de aburrimiento y que se agarra de un secreto. Apuntar a la curiosidad del público es un truco fino. Gran comienzo y punto para el cuentista de este tiempo; mas no se queda en la estética, ni en la forma. Pues, es una obra que cala fácil en la psiquis, de esas que tienden a dejarnos pensando y pueden contar con variedad de interpretaciones, donde cada palabra se nota estratégica y muy bien pensada; sin dejar de lado que Keret jugó con sabiduría y, quizá, hasta ironía con nuestra mente, basándose en el factor sorpresa.

Al inicio, puede parecer una historia predecible y darnos la impresión de que somos más inteligentes que el autor. Sin embargo, cuando vamos, este ya viene y realiza una jugada maestra entre lo que resultaba tan obvio y lo absurdo, un nuevo integrante; llevándonos por un camino completamente distinto al que imaginamos; gracias a la inesperada reacción del protagonista, que altera por completo el curso de las cosas e, incluso, nos arrastra a hacernos ideas, preguntarnos qué haríamos en su lugar, qué tan real es lo que consideramos amor y, en general, todo el diálogo interno al que invita el tema de las emociones humanas.

Al inicio, el escritor también revela que al personaje le hubiera parecido poca cosa que su mujer, en algún momento, se hubiera “echado un palo con un animal, con un familiar” o por dinero, lo cual alude a sus escrúpulos, elemento vital en cómo se desenvuelve la obra. De igual manera, me genera curiosidad que el enano sea grosero “especialmente, con las mujeres”. Esa aversión me hizo pensar en complejos y resentimientos. Y, en general, el texto, en quienes no tienen claro lo que quieren o cómo se sienten, en homosexualidad, transexualidad, en gustos; en llegar a conocer tanto a una pareja que, en cierta forma, se termine desdibujando la imagen que se tenía al principio por una mucho más psicodélica, como termina siendo la misma esencia humana; en un pintoresco ideal de “tener lo mejor de ambos mundos”.

Se me hace un relato muy simbólico y la manera en que Keret cierra el texto, me lleva a concluir que, al fin y al cabo, se trata de una exótica apología al amor. Entonces, a quien quiera pasar un buen rato, descubrir la trama y sacar sus propias conclusiones, claro que le invito a leerlo. No va a perder su tiempo, si es lo que teme.

Libro: Un hombre sin cabeza y otros relatos
Autor: Etgar Keret
Editorial: Sextopiso
Año publicación: 2010

La capacidad de asombro 

Por Cristian van Kerkhoff

Un panorama que comencé a los 15 años y que he ido retomando paulatinamente una vez al mes, es ir al persa «Bio -Bio», o más bien, a los galpones de San Isidro o Víctor Manuel y calles aledañas, ubicados en la zona sur de la comuna de Santiago.

En algunos lugares es como si el tiempo se detuviese, en otras las nuevas tendencias están por doquier y también se suman espacios culturales, gastronómicos y musicales. Es tanta la variedad que sugiero ir con prioridades, sobre todo en cuanto al presupuesto. En mi caso, retomé hace casi un año el ir a «elegir con la pata» CD usados.

A veces en cajones apilados llenos de polvo, a veces sobre un mantel en el piso o a veces en un local establecido. La variedad, calidad y rareza del CD, la define muchas veces el precio, pero también qué tan busquilla y negociante es el coleccionista. Sólo para desmitificar, es un lugar que se puede transitar sin problema. Por supuesto, y quizás al igual que en muchos lugares, no es para andar con el celular todo el rato en la mano haciendo Tik Tok o jugando Pokémon Go. 

Personalmente, voy en bicicleta recorriendo un trayecto que me toma unos 15 a 20 minutos y que tal como si fuese un bosque, uno se va internando poco a poco en el folklore que envuelve el popular centro comercial. Se genera una sensación que mezcla nostalgia y sorpresa, en el que el tiempo se encuentra detenido varias décadas atrás, que nos permite encontrar figuritas o autitos con los que alguna vez jugamos en la infancia o reliquias propias de enciclopedias. A mí, lo que más me fascina de ir al persa, es no saber a ciencia cierta qué encontraré. Ir sin mayor expectativa y que el factor sorpresa haga lo suyo.

Muchas veces me preguntan cuando me quedo mirando una columna apilada de CD usados en un cajón, «¿Busca algo en especial?». Mi respuesta, varias veces no tan bien recibida o que incluso no verbalmente desfigura la cara de quien vende, es «busco sorprenderme». Pensando siempre en ese factor sorpresa y la capacidad de asombro que aleatoriamente pueda aparecer un día cualquiera.

Reseña: La Séptima M de Francisca Solar

Por Cristian van Kerkhoff

Misterios, rapidez e historia. Genocidios ocultos, migraciones y terrenos de nadie. Francisca Solar se adentra en el bosque sombrío de una colonia teutona en alguna parte del sur de Chile.

Si bien es un libro de no más de 180 páginas, genera una sensación atrapante al no querer soltarlo, e invita inmediatamente a conocer los perfiles de los personajes protagónicos, a entender cómo piensan, por qué actúan así y, por supuesto, qué rol juegan en esta fascinante novela.

A veces con humor negro y a veces con algo de misterio o temor; La Séptima M, desde su portada, nos presenta símbolos y colores arraigados a la ideología nacional socialista germana, abriendo una veta para continuar en la búsqueda comprobable (o no) de nazis que escaparon hacia Sudamérica antes del término de la segunda guerra mundial.

El propio miedo o temor que generó el holocausto, se percibe mediante una lectura rápida. La historia de los personajes principales, el rememoramiento histórico e incluso lo que aportan los personajes secundarios, llenando ese bosque sombrío de señales, inseguridades e incógnitas.

SI buscas una lectura atrapante, directa al grano y sin mayores vueltas; Fran Solar puede ser un gran descubrimiento. No sólo porque ya es una escritora consolidada en Chile, muy presente en RRSS y librerías firmando ejemplares; sino que también, porque sus personajes tienen esas características de personas que uno conoce en el día a día o que ya conoce hace un tiempo, como lo es un familiar, un amigo, un jefe o algún conocido en la vida.

La Séptima M nos lleva directo a sus temáticas, historias cruzadas e inquietudes. Siempre con esa sensación de enigma e intriga, manteniendo la electricidad propia del género literario página a página.

Libro: La Séptima M
Autora: Francisca Solar
Año de publicación: 2023
Editorial: Crossbooks Chile

De cómo encontré a mi tío desconocido y un poco de historia aranesca

Por Lorena Arana

Como dicen al inicio de las series de televisión, algunos nombres y detalles han sido modificados para proteger la identidad de los protagonistas.

Supe que iría a la Media Maratón de Bogotá (MMB) solo unas semanas antes de tal. Se encontraba mi familia de visita en Cali, los Arana, incluyendo a mi tía Helena; quien, habiendo transcurrido más de un mes desde mi cumpleaños, me dijo, como suelen decir las tías: “tome, mija”. Y, en mi caso: “para alguna de esas carreras que le gustan”, al hacer entrega de aquellos regalos que vienen en sobre.

En dicho momento, una empresa de la que soy clienta me había ofrecido un cupo. Sin embargo, en mi afán de no alterar el destino, viendo el viaje a Bogotá como algo muy grande y trascendental, y tras dejar de recibir comunicación de parte de esta, opté por abortar el plan. No obstante, recibir el sobre en cuestión me cambió la perspectiva. Pensé: tengo la carrera, dónde quedarme, efectivo. Llamé a la mencionada compañía. Pocos minutos después ya me había inscrito y corrí la MMB cantando, feliz y tranquila, mejor de lo que hubiera imaginado.

Tuve un memorable viaje de fin de semana a la capital. Regresé y mis piernas se llenaron de morados. Bueno, morados no. Digamos que verdosos y alargados. Mi mamá se asustó, rememorando a un familiar a quien, años atrás, fueron los morados los que le avisaron de su leucemia. Terminé en el consultorio del doctor Manuel Guillermo Pabón, cirujano vascular (que pidió especialmente ser mencionado con nombre propio), quien, para mi tranquilidad, me dijo algo así como que aquellas marcas solo eran la huella del esfuerzo físico que había hecho mi cuerpo en la altura; aunque me ordenó un Doppler Venoso de Miembros Inferiores y, con ayuda de tal, supe que sufro de una pequeña insuficiencia venosa en la pierna derecha, al igual que el setenta por ciento de las mujeres, la cual no tenía nada que ver con las dichosas marcas; pero, bueno, no he venido a hablar de eso, sino de lo que ocurrió cuando acudí a la cita para mostrarle el resultado; la cual, por cierto, me corrieron no una, sino dos veces.

Me encontraba sentada en la sala de espera desde hacía un buen rato, cuando escuché por el altavoz: “Édgar Eulalio Arana, favor pasar al consultorio 603” (toda una ficción, hasta el número). Debido al retraso que mi doctor llevaba (después me enteraría de que se había varado), tuve tiempo, incluso, de esperar a que el susodicho saliera. Me le acerqué y le dije:

-Buenas tardes, disculpa, ¿tú eres Édgard Eulalio Arana?
-Sí -me respondió extrañado.
-Es que yo soy Lorena Arana y mi abuelo se llamaba Eulalio Arana.
Abrió los ojos, aunque con desconfianza. Me puso a prueba:
-¿De dónde era Eulalio?
-De Roncesvalles, Tolima.
-¿Y de qué murió?
-Fue algo repentino, como un derrame, no sé.
Abrió los ojos aún más.
-Espérame un momento, por favor. Tengo que recoger mi cédula, pero no te vayas. Esto me interesa.

Se retiró y yo me quedé un momento ahí, aguardando al que, en efecto, resultaría ser mi primo Édgard Eulalio Arana, de cincuenta y dos años, médico sufriendo de pólipos, a quien jamás había visto, ni sabía de su existencia; igual que él de la mía.

***

Laura Fernanda Arana, la mayor de los primos, se levantó esa misma mañana con un deseo tan extraño como ferviente de ir a ver su padre Ramón, asimismo, el mayor de los tíos, el cual pasó toda su vida huyendo, ¿de qué? Ni él lo sabe. Se hospedó en cuanto hotel de mala muerte encontró en casi todos los pueblos de Colombia. Okay, puede que no en casi todos; mas digamos que, a lo largo de su vida, ha cubierto gran parte del territorio nacional en cuanto se refiere a cuartuchos, bañuchos, almohaduchas, sabanuchas, expulsiones por el alto volumen de la televisión (debido a un problema auditivo que agarró con el tiempo) y caídas posteriores en la calle; comiendo galletas, tomando gaseosa y viviendo austeramente, mientras acumula una inimaginable cantidad de dinero en el banco… quien, para ese entonces, habitaba en Ibagué.

***

El primo Égard Eulalio me confesó dos cosas: Primero, que cuando me le acerqué, pensó que yo era una ladrona a punto de escopolaminarlo. Segundo, que él no era muy Arana, en el sentido de que compartía mucho más con la familia materna. Su padre, por cierto, había sido Égard Arana, fallecido hacía cuatro años, ocho menos que el mío.

Es que, cuando yo escuché dicho nombre en la sala de espera, lo primero que hice fue escribirle a mi tía Helena:

-Acaban de llamar a un Édgard Eulalio Arana aquí, en la sala de espera de la clínica. ¿Será uno de mis primos desconocidos?

Pues, mi abuelo Eulalio, quien murió en el cincuenta y uno, tuvo dos camadas de a cinco hijos: Una con su esposa y otra, claro, con mi abuelita: misiá Elvia Cano. Yo sabía que la primera existía. Sin embargo, jamás había conocido a nadie por ese lado. Mi papá y los otros dos hijos varones de misiá Elvia sí afirmaban que conocían a sus medios hermanos. No obstante, había transcurrido más de veinticinco años desde el último encuentro.

Cuando nos cruzamos, Édgard Eulalio inmediatamente llamó a su único tío vivo, Adolfo Arana. O mejor, diré: mi nuevo tío Adolfo Arana; quien se oía emocionado en el teléfono; probablemente, igual que yo. Y aseguraba que también conocía a sus dos medias hermanas: Olga, la menor por acá, y Helena, quien me comentó después que, “como familia”, nunca habían compartido con ellos.

Mi tío, quien resultó que también vivía en Ibagué y se desempeñaba como taxista, me habló sobre una vez que vino a Cali. Sabiendo que tenía un hermano en la ciudad, Ulises Arana, mi papá, lo buscó en el directorio telefónico. Lo llamó y se encontraron. Recordaba a mi mamá, a la de mis hermanos, que ya eran unos jóvenes e, incluso, a mi hermana adolescente, tocando el piano.

Estando ahí, con Édgard Eulalio, le hicimos videollamada a mi tía Helena: empero había tanto ruido alrededor que ella no entendió que el que estaba a mi lado era, nada más y nada menos, que su sobrino, ni aun viendo el enorme parecido entre este y su propio hijo. Llegué a casa a llamarla para contarle todo y me dijo: “¡Ay, Lorena, por favor, escriba la historia en el grupo de Whatsapp de los Arana!”. Lo hice y el revuelo que causó la noticia del nuevo primo fue enorme, aunque no previmos que el personaje más implicado terminaría siendo el tío.

A Édgard Eulalio solo me lo he topado una vez más, que, asimismo, me lo encontré en la calle; pues, aparte de todo, resultamos vecinos. En cambio, el tío se vio al otro día, en Ibagué, con el mayor de sus hermanos. Por intermedio de Laura Fernanda, se reencontraron Ramón y Adolfo; en un momento histórico, casi cósmico para los Arana, que conmovió hasta el fondo el corazón de Ramón, a sus noventa años.

***

A propósito de esta historia, se me ocurrió hacerle algunas preguntas al tío Adolfo. Hace unas noches lo llamé, entonces:

-Aló -voz de mujer.
-Buenas noches, ¿este es el número de Adolfo Arana? -hasta donde yo sabía, era soltero.
-Sí, él está bien, ya salió de la cirugía.
Fingí saber de qué me hablaban, aunque no tenía idea.
-¿Verdad? ¿Y cómo le fue?
-Salió bien. Yo ya me vine para la casa porque las visitas son hasta las seis y me traje el celular para cargarlo; así que me va a tocar contestar, gústele a quien le guste mi voz, sea yo una buena mujer o no.
-Ay, bueno, gracias a Dios está mejor.
-Sí, pues yo sé que la familia tiene derecho a saber cómo está. Mañana le llevo el celular. Bueno y la dejo, que me voy a poner a trabajar porque tengo mucho acumulado desde que él tuvo el accidente.

***

Después del encuentro con Ramón, mi tío Adolfo viajó a Tuluá, celebró el cumpleaños ochenta de su hermano Leonardo. Se descubrió que era un gran conversador, ¡hasta tocaba guitarra y cantaba! Allá mismo se reencontró con sus hermanas y conoció a los primeros sobrinos. También ha viajado varias veces en Pereira. Se ha visto con mi hermano y sus sobrinos nietos. Fue a Bogotá, chuleó de la lista a mi primo Felipe, el hijo de Helena, su esposa e hijos. Y, una noche decembrina, en Tuluá, hace más de un año, me encontraba en casa de mi tío Adolfo Valencia, por el lado materno, cuando escuché un: “¡Lorena, te buscan tus tíos!”. Corrí a la puerta, vi el carro de mi tío Leonardo parqueado afuera y, frente a mí, nada más y nada menos que a mi tío Adolfo Arana en persona.

Entró, conoció a parte de la familia materna. Vio las casitas que había hecho mi papá para el pesebre. Nos habló de su vida: “Yo estaba totalmente solo. Todos mis hermanos habían muerto, al igual que mis papás, abuelos y tíos. Y, un día, me aparecen cuatro hermanos, un montón de sobrinos y toda esta familia. Ha sido maravilloso, me he sentido bien acogido y a Helena la quiero hartísimo”.

Me impresiona cómo, sin tener idea, fui citada por el destino en esa sala de espera, en el preciso instante en que llamaron a Édgard Eulalio; cómo cuatro hermanos que habían perdido a uno atrajeron al faltante, que andaba como pieza suelta y solitaria de un rompecabezas, hasta que empató.

Por cierto, la mujer en el teléfono era su ex-esposa. Hace unas semanas, mi tío atravesaba una calle con el fin de comprar un pollo asado para alguien a quien le debía un favor; cuando fue embestido por un motociclista, al parecer bajo el efecto de alucinógenos, golpe que lo lanzó a cinco metros de donde estaba. Se lastimó todo el lado izquierdo. Tuvo una contusión cerebral, una lesión en la columna. Se fracturó la tibia y el peroné a la altura del tobillo y tuvieron que operarlo. Todos los días le da gracias a Dios por estar vivo. Mientras escribo esto, se recupera en la habitación que rentó desde hace cuatro años, cuando se separó, “empezó a pensar en sí mismo y a estar tranquilo”. Todavía le falta conocer a algunos sobrinos.

Mi tío Adolfo está bien.

[POEMA] Lo importante se recuerda viajando

Por Catherina Tapia San Martin

Hace cinco años me hubiera dicho
que no es momento de tomar vacaciones.
Que estoy en medio de muchas cosas por concretar.
Que ando a full.

Con el tiempo he aprendido a odiar esa expresión.
Es una venta de humo impresionante
para uno y para los demás.

Vivo en la mitad de un bosque
y no ando precisamente lanzando cohetes al espacio
o programando operaciones de corazón abierto.

La verdad es que no ando a full
ando profundamente
desorganizada y desconcentrada.
Yo no lo entendía
solamente me frustraba
y me autoconvencía
de estar sobrevendida.
De esa manera justificaba mi desorden
y escondía lo que realmente
estaba pasando.

Así es más fácil
y pareciera ser que se acepta mejor.
Cada vez es más común cruzarse con gente
que anda a full.

La verdad es que a full las pelotas.

Desde hace un tiempo
uso ese concepto como red flag.
Si me digo que no a algo por otros motivos
está todo bien,
pero si es por estar a full
me río de mí misma y actúo
porque es desproporcionado e irreal.

Así que conversando conmigo me dije:
No hay nada en tu agenda
de lo que dependa la humanidad.
Bájate de la nube un rato
respira, organiza tu tiempo
y cumple con lo que tengas que cumplir.
Son 6 días, no 6 meses.

Cuánto aire nos hemos inyectado querida mía.

A demás, ya no estás sola en el mundo
¿De qué nos sirve tener sueños y proyectos
si no van a traer alegría y bienestar,
en cada una de sus etapas,
a ti y tu familia?

Si no les hace bien a todos
o no los considera a todos
entonces necesitamos revisar qué está pasando.
Una vez más: bájate de la nube un rato
respira, organiza tu tiempo
y cumple con lo que tengas que cumplir.

Vuelve a ser más agradecida.

¿Desde cuándo tan inconsciente, Catherina?
¿Cuánta gente, incluso estando de verdad a full,
les encantaría tomarse unos días,
pero no pueden por trabajo, plata
o porque tienen algún pariente
bajo su cuidado o están enfermos?

No sé en qué nube nos subimos,
pero nos tenemos que bajar ahora ya.

Y, por último, 
Vuelve a reconocer lo importante.

Con todo lo que hemos pasado,
todavía se nos olvida
a ratos
la fragilidad de las cosas.
La gente que queremos se muere,
se va, se enferma,
nosotros también.

Un día hay plata y puede que otro no.
Tal vez este viaje nunca más se pueda hacer
o tal vez lo vuelves a hacer todos los veranos.

No paramos solo para recargar energía,
paramos para no olvidarnos de lo importante. 

Por eso hace 5 años te hubieras dicho
que no es momento de tomar vacaciones,
pero en 5 años pasan muchas cosas.

Un tazón lleno de flores

Por Magela Roco 

Hay pocas cosas a las que me condeno con algún tipo de fervor. Estas mandas que uno tiene para sí, que no soportan una explicación racional. Si bien, no siempre la cumplo, la mayoría de las veces sí; leer el libro completo, aunque no te guste, aunque te hayas decepcionado en el camino, aunque se te haya hecho demasiado largo. Muy a mi pesar, a medida que fui leyendo Mil grullas de Yasunari Kawabata (Emecé, 2005)  quise abandonarlo. Afortunadamente no lo hice, y terminó siendo—para mí— un libro del todo honorable.

Se trata de un libro breve y de rápida lectura, aún así hay una idea transversal que recorre toda la historia: la ceremonia del té, que pareciera traer a colación todo el peso de la tradición y cultura japonesa, en este acto que puede ser tan casual para el occidental, acá funciona como antesala de las luces y oscuridades del pasado.

A pesar de esto, en la primera parte de la obra la escritura es extraña, poco fluida, oraciones que no van a ningún lado, o descripciones repetitivas como “Es mala, no es buena…” a veces, hay un uso excesivo del sujeto en un párrafo, aun cuándo es imposible la confusión sobre de quién se está hablando. También hay un narrador que no se logra definir y que a momentos pareciera querer estar dentro del relato  “Pero uno no podía evitar pensar…” ¿Quién es ese uno? No sé si hay algo más decepcionante que darte cuenta que el narrador, no está contando, está explicando. Cuándo pasa, pienso ¿te lo estás explicando a ti mismo? Si no estás seguro de tu historia, yo tampoco lo voy a estar. Y por favor, no me subestimes.

Tengo una amiga que estudia audiovisual, y el otro día me hablaba que en el cine todo tiene que tener un propósito, si se muestra algo es porque importa, las escenas y las palabras se tienen que justificar. Y esto fue justamente de lo que iba careciendo la obra.

Pasé las primeras hojas poniendo los ojos en blanco, fue frustrante porque la cita tenía ciertas expectativas, ya sea porque el autor fue ganador de un premio Nobel (1968) o porque lo que he leído hasta ahora de literatura japonesa, ha sido por sobre todo de una escritura llana, que sirve como puente — a través de un lenguaje simple—a imágenes e ideas de una delicadeza conmovedora.  Seguí avanzando por determinación, hasta que ocurre un suceso en la historia y por fin, el libro empieza.

La muerte de un personaje hace una ruptura en la historia y también en la escritura. La lectura desde acá se siente como un resbalín. ¿Cómo se va entrañando esta seguidilla de sucesos e imágenes de manera tan natural? Kawabata hace movilizar a sus personajes entre arboledas, violentas lluvias, jarrones y tazas de té mientras se van enfrentando cara a cara con temas como la culpa, la muerte, las palabras que no se dijeron, el desvelo que produce la soledad y sobre todo la abrumadora carga que dejan los antepasados.

La historia se podría acotar a dos personas huérfanas que, al parecer, intentan experimentar en su propia vida las vivencias de sus padres. Pero hay algo más, algo sinuoso que atraviesa todo el relato como el silencioso deslizar de las serpientes. La mujer de la mancha negra en el pecho, con su errático actuar es como una sombra que va detrás del protagonista “Kikuji nunca se olvidó de la mancha. A veces incluso podía imaginar que sus destinos estaban enmarañados con ella”, sin embargo, la mujer que a sus afueras había sido marcada, no termina siendo distinta a los demás, quienes guardan una negritud que aparece en sus pecados y destinos, que llevan una mancha de la que -y ellos terminan por saberlo- no se pueden librar.

Hay reflexiones que me quedan deambulando “Los muertos no importunan con consideraciones morales a los vivos”, dice Fumiko, la mujer que ha perdido a su madre ¿Hasta cuándo podemos hablar de los muertos?, ¿La muerte nos da un derecho, a los vivos, sobre ellos?, ¿Puede alguien morir por su propia fealdad? y ¿Es realmente la muerte un descanso, o esas almas que ya no saben donde ir empiezan a importunar la vida de los que quedaron…?

Los grandes conflictos se vienen a posar en tazas de té llenas de flores, manchadas de tintes de labios, y con alguna rotura que empieza a sobresalir cuándo las miras con cuidado. Después de todo, siempre habrá al menos un sosiego, una imagen a la que poder acudir en el desamparo, siempre se podrá evocar a mil grullas que van iniciando vuelo, dejando tras de sí una estela blanca y brillante.

García Márquez en Cien Años de Soledad escribe “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”, Kawabata escribe “Los muertos son, de alguna manera, nuestra propiedad. Debemos cuidarlos”. Ambos coinciden en algo, los muertos son nuestra identidad, los muertos nos dejan sus últimas huellas y decadencias a todos quienes seguimos en la tierra.

Quizá las condenas guardan algún tipo de recompensa.

Libro: Mil grullas
Autor: Yasunari Kawabata
Editorial: Emecé editores
Año de publicación: 1962
Traducción: María Martoccia
Número de páginas: 143

La belleza inquietante de la ciencia

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Por Guillermo Soriano

Benjamin Labatut irrumpe en el panorama literario con Un verdor terrible, una obra que desdibuja las fronteras entre la ficción y la realidad para ofrecer una exploración tan fascinante como perturbadora de los grandes hitos científicos del siglo XX. Publicado originalmente en 2020, el libro ha consolidado al autor chileno como una de las voces más singulares de la literatura contemporánea en lengua española.

El volumen se compone de cinco relatos que abordan las vidas y obsesiones de figuras como Fritz Haber, Karl Schwarzschild, Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger. Lo que une estas historias no es solo su vínculo con la ciencia, sino la manera en que el conocimiento puede devenir en catástrofe. Labatut indaga en la delgada línea que separa la genialidad de la locura, mostrando cómo las mayores luces del pensamiento humano pueden proyectar las sombras más inquietantes.

Uno de los mayores logros de la obra radica en su capacidad para convertir conceptos científicos complejos en relatos vibrantes y profundamente humanos. La narración no se detiene en la mera exposición de hechos, sino que se adentra en los dilemas éticos, las crisis existenciales y las obsesiones que marcaron a estos hombres. La prosa de Labatut, precisa y envolvente, juega con la ambigüedad entre lo documentado y lo imaginado, creando un terreno híbrido donde la verdad histórica se mezcla con la especulación literaria, lo que podría provocar cierta desconfianza en quienes se aproximen al libro con expectativas de fidelidad documental.

El relato que abre el libro, Azul de Prusia, es quizás el más impactante, al abordar la figura de Fritz Haber, químico alemán cuya invención de los fertilizantes sintéticos salvó millones de vidas, pero cuya participación en la creación de armas químicas dejó una herida indeleble en la humanidad. Esta tensión entre creación y destrucción atraviesa toda la obra, dotando al libro de una dimensión filosófica que invita a la reflexión.

Si bien algunos podrían acusar a Labatut de licencias poéticas excesivas, la potencia narrativa del libro reside precisamente en esa fusión entre el rigor documental y la imaginación literaria. Más que un tratado sobre la ciencia, Un verdor terrible es una meditación sobre los límites del conocimiento humano y el precio de la búsqueda incesante por desentrañar los secretos del universo.

Con este libro, Labatut nos recuerda que la ciencia no es solo una acumulación de datos, sino también una aventura cargada de pasión, dilemas morales y consecuencias impredecibles. Un verdor terrible se erige, como una obra deslumbrante, capaz de incomodar y maravillar a partes iguales, y confirma que algunas de las verdades más profundas se encuentran en la tensión entre lo que sabemos y lo que nunca podremos comprender.

Libro: Un verdor terrible
Autor: Benjamín Labatut
Año publicación: 2020
Editorial: Anagrama