Revista Destiempo

Los grupos club literarios y la historia de la literatura chilena

Nuevas letras de Chile

Por Carla Araneda Condeza

La historia de la literatura chilena está marcada por la presencia de grupos literarios que buscaban promover y difundir la literatura nacional. Clubes literarios compuestos por escritores, editores y apasionados por el mundo de las letras.

Se empieza a hablar de literatura en esta zona del continente con las obras epistolares de diferentes escritoras religiosas como Sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo Barborsa, Sor Úrsula Suaréz, Juana López y Sor Tadea de San Joaquín. Con posterioridad en la época de la fundación de Chile, llegan los cronistas de España que crean las primeras novelas de la literatura nacional, como “La Araucana” de Alonso de Ercilla, o “Arauco Domado” de Pedro de Oña. Pero la literatura nacional da un salto con componentes locales en 1840 con el trabajo del Grupo de intelectuales que impulsan la enseñanza de la lectura en el territorio. Este grupo consideraba que “la lectura era mejor herramienta para incentivar el desarrollo de un país”.

Dos años después se crea la “Sociedad literaria de 1842” la que deja un gran legado que se puede resumir en dos, primero, la publicación del “Semanario de Santiago”, un hito clave para la masificación de revistas literarias en el país. Segundo, fue la primera institución literaria formalmente establecida, sentando un precedente que determinó el crecimiento y desarrollo de tendencias literarias en el país. Tendencias literarias como el romanticismo, realismo, modernismo, fantasía, imaginarismo, neocriollismo, aparición temprana de literatura infantil, la nueva narrativa de los 90´, la llamada literatura de los hijos (Por Alejandro Zambra en su libro Formas de volver a casa), literatura mapuche, y otras muchas más.

En el periodo de 1914 a 1924 se crea el Grupo literario de los 10, compuesto por escritores nacionales, cinco de ellos recibieron el Premio Nacional de Literatura. Esta fue una agrupación que trabajó de forma ininterrumpida en el desarrollo y promoción de la literatura nacional. Otro ejemplo es el Club Mandrágora, fundado en 1938, una agrupación de poetas surrealistas, en la que sus miembros se apoyaron en su labor, crearon instancias y espacios para la cultura y literatura.

Probablemente uno de los hitos más importantes, en esta materia, es la fundación de la Sociedad de Escritores de Chile, SECH, una asociación de escritores que incluso hoy en día trabaja arduamente en la creación de oportunidades y espacios para la literatura nacional. Un elemento a rescatar es que la creación del Premio Nacional de Literatura de Chile, fue una iniciativa de la SECH, y el fundamento de este era precisamente la orfandad en la que se encontraban los escritores dentro del país al no poder vivir de sus derechos editoriales. El premio Nacional de literatura se entrega desde 1942.

Una buena forma de ilustrar la orfandad mencionada antes, es un extracto de una entrevista de Stella Díaz Varín, una de las grandes poetas nacionales “Yo creo que deberíamos preocuparnos un poco de que el poeta deje de ser una especie de ser mítico, alado y peregrino. El poeta es un ser humano con familia, con necesidades biológicas y necesidades de todo tipo, al que nadie le da boleto en este país (…) por lo menos me gustaría que el hombre creador tuviera una base y una mínima seguridad de vida para que pudiera seguir creando”

Otros grupos que cabe mencionar es Fuego de poesía, organización fundada en 1955 por José Miguel Vicuña, cuyas principales actividades giraban en torno a la lectura, edición y publicación de libros, exposiciones, y realización de encuentros entre escritores. Creando lazos entre autores y creando una literatura de calidad. Otra agrupación que se puede mencionar es la Agrupación de intelectuales dirigida por Pablo Neruda, o una organización actual como “Comunidad de escritores y escritoras autopublicados de Chile”, dirigida por autoras nacionales.

Las alianzas entre escritores tienen una raíz importante dentro de Chile y con la Antología Nuevas letras de Chile, escrita entre diez escritores nacionales se buscó recrear esta solidaridad y fraternidad entre colegas compatriotas. El mercado del libro tiende a ser complejo y hostil para el escritor, sobre todo para las nuevas voces, por ellos es necesario recuperar estas alianzas.

Como resultado este 6 de noviembre de 2023 se lanzó la antología en la que participaron los escritores: Miguel Ángel Villalobos, Víctor Manuel, Henry Estrada Beltrán, Génesis Silva, Lumina Nix, JP Cifuentes, Carmen Loopart, José FG Rodríguez, Anita María Riquelme Suazo y Carla Araneda Condeza. Un texto que reúne cuentos de distintas temáticas que buscan innovar en la literatura nacional con una diversidad de propuestas.

La conclusión y lanzamiento de este libro demuestra que aún es posible conciliar el trabajo entre colegas y crear espacio entre escritores de difusión y desarrollo de la literatura nacional. Sobre todo, en un contexto en que la literatura nacional, y aún más la literatura latinoamericana se encuentra en crisis, dejando de lado el componente de identidad local de las obras, para entregarse de lleno a las consecuencias propias de la globalización. Entiéndase por ello una referencia a la composición del mercado del libro nacional, sus problemáticas, el problema de libre competencia en el mercado relevante del libro, en particular entre editoriales dependientes e independientes, así como nacionales y transnacionales.

Es necesario hoy en día volver a trabajar unidos entre escritores.

Referencias:

  • Araneda Condeza, C. (2023) Proyecto Escritoras latinoamericanas olvidadas. 2023. Blog Grabados Revista Petroglifos. Venezuela.
  • Rojo, Grínor. (2006) Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿De qué estamos hablando? Lom ediciones. Primera edición. Santiago de Chile.
  • Rafide, Matías. (1955). Literatura chilena. Apuntes elementales. Primera parte. Cultura. Santiago.

Cruz del Sur: Un tejido poético de Cecilia Vicuña

Por Guillermo Soriano

El compendio lírico y visionario, «Cruz del Sur. Antología» de Cecilia Vicuña, encapsula la esencia poética de una de las voces más originales y comprometidas de la literatura chilena y latinoamericana. Esta obra es una antología, no solo de poemas, sino de momentos, de respiraciones del universo capturadas en el delicado arte de esta poeta, artista y cineasta chilena, cuya voz se alza como un puente que une el pasado con el presente, el mito con el palpitar diario, la protesta con la esperanza.

Desde sus primeras páginas, «Cruz del Sur» se manifiesta como una celebración del universo, la naturaleza, y los vínculos inquebrantables que unen al ser humano con su entorno. La autora, Cecilia Vicuña, se establece no solo como poeta, sino también como una artista integral cuya obra trasciende la palabra escrita, abrazando la visualidad, la performance y la instalación. Esta antología es una cuidadosa selección de su trabajo a lo largo de los años, recogiendo piezas que reflejan su constante evolución y su incansable búsqueda de expresión.

Vegetación

Es imposible conocer con anterioridad el curso de los ríos
el cambio de las estaciones la forestación de una montaña
el alimento de un venado la fortaleza de una reina chichimeca
las fortunas de un pensador
donde quiera que vayas mi yo te ha de convertir en la estrella vaga
de un sol cuidado
no hay puertas sagradas
nadie encumbra miradas de dos filos

el olvido me abanica
a la vuelta de mii locura
la bicicleta como un animal
que me inicia en la poesía
un manto lúcido
piernas risueñas montañas y frutos
cómo deseo llevar a cabo una obra detestable
establecerme a mí misma en lo nunca establecido
convertirme en el humo en la hoja la flor y la semilla
convertirme en el aire en la nada
que digan de mí eres la no
eres pero nunca eres
¿mentirosa? ¿idólatra? ¿bandolera?
nada de esto simple como una llama pajarito de parque
flor silvestre nube cirro nam june paik no puede conmigo
un monstruo dentro de una botella un torrente en una cajita
sudamérica de trencitas y terciopelos
la que está en todas partes y en ninguna
la que nunca quisieron ver los que utilizaban un velo como bandera.

                                                                        marzo 1970

La Cruz del Sur, ese asterismo que ha guiado a los navegantes del hemisferio austral, sirve de metáfora para la navegación que Vicuña nos invita a emprender a través de su obra. Como puntos de luz que se conectan en la vastedad negra, cada poema es una estrella, cada palabra una latitud y longitud en el mapa celeste de su pensamiento. Y es que Vicuña es una cartógrafa de lo efímero, una que marca rutas en el viento y caminos en las olas, capturando en su escritura la esencia de lo que significa estar vivo y ser parte de un todo que es a la vez íntimo y expansivo.

Cada poema de «Cruz del Sur» es una travesía. Navegamos desde «Palabrarmas» donde las palabras son armas y abrazos, hasta «Precario/Precarious» que nos hace equilibrar en el filo de la existencia, conscientes de la fragilidad que compartimos con las formas más tenues de la naturaleza. La poesía de Vicuña es una danza, un movimiento constante que es espejo del constante devenir del mundo, de sus ciclos y sus estaciones, de sus nacimientos y sus declives.

Al abrir esta antología, el lector es invitado a ser parte de una ceremonia, una que celebra la interconexión de todas las cosas y honra la memoria de lo que ha sido perdido. «Cruz del Sur» es también un acto de memoria, un recordatorio de que la poesía no solo es belleza y técnica, sino también memoria y futuro, un acto de fe en el poder de las palabras para cambiar el mundo.

Al contemplar el trabajo de Vicuña en su conjunto, uno no puede sino sentirse pequeño frente a la magnitud de su visión, y a la vez, infinitamente grande, parte de la marea de la humanidad que ella abraza en su canto. En esta obra se ha tejido una galaxia en la palma de nuestras manos, una en la que cada poema es un mundo, cada verso una vida, cada palabra un latido en el corazón del universo.

En la noche del espíritu, cuando buscamos guía en la oscuridad, «Cruz del Sur» se alza como un faro, iluminando con su fulgor poético las aguas a menudo turbias de la existencia. Cecilia Vicuña nos ofrece su obra no solo como un libro, sino como una vela, una brújula, un astrolabio con el cual podemos navegar los mares internos y externos, siempre hacia la esperanza, siempre hacia la luz de la cruz del sur, nuestro sur, el corazón poético del mundo.

Año de publicación: 2020
Número de páginas: 288
Editorial: Lumen

El Sistema del Tacto, de Alejandra Costamagna

Por Guillermo Soriano

«El Sistema del Tacto» de la escritora chilena, Alejandra Costamagna Crivelli (1970), es una novela que se centra en la intimidad de las conexiones humanas y la sensorialidad de las experiencias.

La novela nos presenta a Ania, una mujer que se ve inmersa en un viaje tanto físico como emocional tras la muerte de su tío Agustín, con quien mantenía una relación de profundo cariño y complicidad. A través de cartas y encuentros, se despliega ante el lector una red de relaciones y afectos que construyen un relato introspectivo sobre la familia, la memoria y la soledad.

La autora posee una habilidad singular para capturar la sutileza de las emociones humanas y la riqueza de los lazos familiares. Su prosa es elegante y precisa, cargada de un lirismo que no sacrifica la claridad, lo que permite a la narrativa fluir con naturalidad. El viaje de Ania es también un viaje para el lector, que se sumerge en la complejidad de las dinámicas familiares y los secretos que a menudo las anidan.

Costamagna explora con gran destreza la temática del duelo y cómo la ausencia de un ser querido puede llevar a un replanteamiento de la propia identidad y del lugar que ocupamos en el mundo. La manera en que la autora maneja el tiempo narrativo es también digna de elogio, intercalando los recuerdos y las cartas de Agustín con la experiencia presente de Ania, lo que enriquece la textura de la narración y da cuerpo a la historia de una manera que es tanto conmovedora como evocadora.

«El sistema del tacto» brilla especialmente en su capacidad para invocar los sentidos. Se utilizan descripciones sensoriales que no solo pintan el entorno, sino que también funcionan como vehículo para el desarrollo emocional de los personajes. Hay una atención al detalle que da vida al mundo de Ania y Agustín, haciendo que los paisajes sean casi tangibles y que las experiencias narradas resuenen con una autenticidad palpable.

No obstante, pese a estas fortalezas, hay elementos que pueden no resonar igualmente en todos los lectores. La misma introspección y lentitud con la que se desarrolla la narrativa pueden percibirse como un detrimento del impulso narrativo. Hay momentos en que la historia parece estancarse, lo que puede generar una sensación de inercia que desafía la paciencia del lector, sobre todo para aquellos acostumbrados a una narrativa más ágil y orientada a la acción.

Por otra parte, aunque la construcción de los personajes principales es rica y compleja, algunos personajes secundarios parecen desdibujados o subutilizados dentro de la narrativa. Esto puede dejar ciertas subtramas sintiéndose no del todo exploradas, lo que a veces puede llevar a cuestionar su relevancia dentro del arco general de la historia. La estructura del libro, basada en un collage de textos que incluye cartas y fragmentos de diarios, si bien es innovadora y refrescante, puede también ser desconcertante. Este enfoque fragmentario puede desorientar al lector en su intento de ensamblar una imagen cohesiva del arco narrativo y del desarrollo emocional de los personajes.

La ambigüedad es otra característica que, aunque puede ser atractiva para lectores que disfrutan de la literatura que desafía, también puede dejar un sabor de boca de inconclusión. Costamagna, deliberadamente, deja espacios abiertos y preguntas sin respuesta, lo que puede ser visto tanto como una virtud que invita a la reflexión, como una frustración para aquellos que buscan resoluciones más definidas. La novela se sumerge en la profundidad de las experiencias humanas, en las que el tacto, tanto físico como emocional, sirve como metáfora de las conexiones y desconexiones que vivimos. Costamagna ofrece un relato que es tanto poético como perturbador, un espejo de la fragilidad y la complejidad de nuestras vidas.

La novela de Alejandra Costamagna es, en esencia, una invitación a contemplar la vida desde una perspectiva más reflexiva y sensorial. A través del lente de Ania y la voz de Agustín, se nos invita a considerar las huellas que dejamos en la vida de otros y las que otros dejan en nosotros. A pesar de ciertos aspectos que podrían considerarse falencias desde una óptica más tradicional de narrativa, la obra tiene el potencial de resonar profundamente con aquellos lectores dispuestos a sumergirse en su ritmo meditativo y su exploración de la textura emocional de la existencia humana.

Año de publicación: 2018
Número de páginas: 182
Editorial: Anagrama

Apuntes sobre Nada de Nada, de Hanif Kureishi

Por Guillermo Soriano

Nada de nada (The Nothing), es la octava novela del novelista, autor teatral, guionista y director de cine británico, hijo de inglesa y pakistaní, Hanif Kureishi (1954). El libro se sumerge en los mares de la complejidad humana, abordando el ocaso de la vida con una narrativa que bordea lo claustrofóbico y lo revelador.

El protagonista, Waldo, un cineasta ya en su declive, nos conduce por una espiral de celos y traición que parece desgranar la naturaleza de la confianza y del amor propio al enfrentarse a la traición. La novela brilla en su habilidad para desarrollar personajes que, con una profundidad emocional a menudo perturbadora, parecen levantar el velo de lo que comúnmente se muestra de la vejez y el deseo. Kureishi ha sido siempre un maestro de la observación social y psicológica, y en Waldo, encontramos un prisma a través del cual se refractan temas como la decadencia física y la desesperación ante la pérdida de control en la propia vida.

La forma en que el autor maneja el lenguaje es otra dimensión donde la novela destaca; con una prosa que destila crudeza y poesía en medidas iguales. Es esta economía de lenguaje, afilada y directa, la que permite a los temas de la novela –el envejecimiento, el deseo, la traición– entregarse al lector con una intensidad que es difícil de ignorar. El deseo humano y sus límites son expuestos sin pudor, y la honestidad con que Kureishi aborda estas escenas es tanto una de las mayores fortalezas del libro como una posible fuente de incomodidad para el lector. No hay aquí ternura en la representación del envejecer; en cambio, hay una mirada penetrante y a veces despiadada hacia lo que significa enfrentar los últimos capítulos de la vida.

No obstante, esta misma crudeza y la intensidad que Kureishi imprime a su narrativa pueden ser un arma de doble filo. La novela, en su compromiso con la autenticidad, puede ser poco accesible para aquellos que buscan una lectura más convencional o reconfortante. Los temas y su representación explícita pueden resultar pesados para algunos lectores. Además, la trama en ocasiones parece perderse en su propia oscuridad, y aunque esto puede interpretarse como un reflejo del desorden mental y emocional de Waldo, también puede percibirse como una falta de coherencia narrativa. La historia, en algunos momentos, parece tambalearse bajo el peso de su propio nihilismo.

Los personajes secundarios, aunque cumplen su función dentro de la narrativa, a menudo carecen del mismo nivel de desarrollo que Waldo, lo que puede resultar en una experiencia algo desequilibrada. Aunque esto puede ser intencional para reflejar la percepción sesgada del protagonista, deja un vacío en la construcción del mundo que Kureishi ha creado.

Algunas subtramas parecen iniciar con un potencial intrigante, pero terminan diluyéndose o no encuentran una conclusión satisfactoria. Este aspecto puede dejar al lector con una sensación de inacabado, cuestionando la relevancia de ciertas narrativas secundarias dentro del relato principal.

Nada de nada, es un libro que no se olvida fácilmente. Kureishi nos ofrece una pieza que es al mismo tiempo una representación sin adornos de una realidad que muchos preferirían no explorar, y un análisis agudo y profundo de la condición humana. Su estilo incisivo y evocador ofrece tanto desafíos como recompensas, y aunque puede ser objeto de críticas por su ritmo y resolución de tramas, la potencia de su voz narrativa y la profundidad de su exploración filosófica ofrecen compensaciones más que suficientes. La novela es una meditación sobre la mortalidad y la fragilidad de la vida, un espejo que refleja nuestras propias inseguridades y ansiedades. Es un recordatorio de que, incluso en los últimos actos de nuestra existencia, hay espacio para el drama, la pasión y la reflexión.

Año de publicación: 2018
Número de páginas: 179
Editorial: Anagrama

Reseña literaria: Psocodea de Francisco Muñoz.

Por Carla Araneda Condeza

“¿Qué importa que del cielo o del infierno vengas, Belleza? Monstruo enorme, ingenuo y atrevido, si tu mirar, tu cuerpo y el pie que te soporta son lo infinito que amo y nunca he conocido.”[1] En este caso la belleza viene de la mano de Francisco Muñoz, no solo con sus letras, sino con sus colores, pausas, líneas,  silencios, emociones, y la música de sus ilustraciones. Arte enmarcado en el trabajo de la editora Natanael Pereira Reumay, de la editorial Noveno Sur.

¿Qué es Psocodea? ¿de qué nuevos mundos nos habla? Unos dirán que es un libro de 25 historias, pero eso es solo algo de denominación, porque Psocodea es belleza, ese “Monstruo enorme, ingenuo y atrevido” de Baudelaire. Pero, ¿será prudente tal afirmación?, la prudencia, la prudencia, esa es “…la primera condición para la felicidad; y es menester, en todo lo que a los dioses se refiere, no cometer impiedad.”[2] Con prudencia me atrevo a confirmar esta aseveración.

“Y un conjunto de mundos apurados se manifestó en el desplegar de las dimensiones por temor a que, si toda posibilidad es posible, les fuera posible la posibilidad de no existir.”[3] ¿No existir? Las posibilidades, arrojadas en el rostro del lector, mis ojos piensan y buscan, “Los únicos seres reales son los que nunca han existido…”[4], o tal vez será la aterradora ver de Augusto Pérez “ ¡Yo no puedo morirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe, y yo como no existo, no puedo morirme…, soy inmortal! No hay inmortalidad como la de aquello que, cual yo, no ha nacido y no existe, un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal.”[5] ¿inmortal? ¿Inmortal y no existir? Pero todas las posibilidades pueden ser. Una voz potente golpea mis pensamientos, “la historia ha muerto… los muertos están muertos… lo que hemos hecho los hemos hecho juntos… hay que llorar…”[6] ¡Cállate, Tyler Durden! “Ojalá nunca llegue a sentirme perfecto y satisfecho” Shhh… “Lo que posees acabará poseyéndote.” ¡Silencio!, ¡Maldita sea, silencio! Estoy tratando de pensar. Todas las posibilidades son posibles.

¿Qué es Psocodea? Belleza, es una voz que no necesita palabras para hablar, no necesita melodía para ser música. Las líneas, las sombras, los puntos, los colores, los conceptos, las ideas sobresalen por sobre la perfecta encuadernación, se escapan del papel y entran en la memoria de los lectores ¡Cuidado!, son ideas poderosas, son emociones. Entran por los ojos, pero se apropian de cada parte… “¿Has oído alguna vez, en alguna conversación, en algún lugar, en cualquier lugar, alguna palabra, cualquier palabra, sobre Limita?”[7] ¿Limita? ¿Limita? “… Voraz siempre voraz…” … perdón, es la fiebre Psocodea.

“Alejándose de ese mar de gritos, por los techos volvían a correr Charles, El Galo y Bautista, ocultando un artefacto de rayos lumínicos con la palabra ¨sol¨ inscrita al inverso de cada una de sus piezas.”[8] No puedo seguir ahora, estoy corriendo con Charles, El Galo y Bautista, un mar de gritos amenaza con sumergirnos.

Y de pronto es tan triste, o es solo la nostalgia de preguntar, ¿Una pregunta puede doler? Las preguntas siempre duelen, solo nos acostumbramos a ello. “Los mundos sin lunas son más tristes y los mundos con muchas lunas son infieles; pero una luna sin mundo ¿Te lo imaginas?”[9] me lo imagino tanto que duele, ¿Lo puedes sentir?

Pero ya mucho me extendido en esta fiebre, esto es una reseña literaria, es más que eso es una invitación a conocer los mundos de Psocodea, a pensar, a pensar de otra manera, y de otra, para volver al punto inicial; o simplemente un viaje, uno como nunca antes se había hecho, uno inédito. Solo abre bien los ojos para ver, para ver y concentrarnos. Con esta advertencia ¡Cuidado con el umbral de resonancia!, “El umbral de resonancia se define como la capacidad de un acontecimiento de incidir en el rumbo de los acontecimientos venideros.”[10] No puedo asegurarte que nada cambiara después de entrar en Psocodea.

¿Se puede escribir una historia sin palabras? Mi única respuesta es Bitácora.

Y antes de terminar… “¿A quién rezan los dioses?”[11] … así no se puede, tengo que asistir al nacimiento de Sophía[12].

Año de publicación: 2022.
Editorial: Noveno Sur, Chile.
Ilustrador y escritor: Francisco Muñoz.
Primera edición.
Tapa dura.
Curiosidad: las páginas no tienen enumeración, invitan al lector a empezar a leer por cualquier parte.


[1] Baudelaire, Charles. Las flores del mal.
[2] Sófocles. Antígona.
[3] Muñoz Francisco. Psocodea.
[4] Wilde, Oscar.
[5] Unamuno, Miguel. Niebla.
[6] Palahniuk, Chuck. El club de la lucha 2.
[7] Muñoz, Francisco. Psocodea. Limita.
[8] Muñoz, Francisco. Psocodea. Ovumsolvo.
[9] Muñoz, Francisco. Psocodea. Losna.
[10] Muñoz, Francisco. Psocodea. Umbral de resonancia.                  
[11] Muñoz Francisco. Psocodea. Meandro.
[12] Muñoz Francisco. Psocodea. Radia.

Prólogo: Fui lo que he sido, libro póstumo de Miguel Vásquez

Miguel Vásquez Parada fue un hombre querido. Afable con los suyos, pero implacable ante las injusticias. De trato afectuoso en lo cotidiano, pero con una pluma capaz de allanar hasta lo más sagrado. A Miguel le gustaba vivir. Vivir experiencias para luego convertirlas en verso y prosa. En su maravillosa suntuosidad literaria, agrupó los poemas que durante años acumuló en su bloc de notas, editando su primer libro a comienzos del año 2021, “Desperdigados”. Un texto tan disperso como la mente del poeta que lo escribió. Aquel libro habitaba en un espacio prosaico que dibujaba emociones tan cotidianas como complejas. La figura paterna se presentaba como un elemento fundamental articulando distintos escenarios en la vida de Miguel, como un referente que en su ausencia se hacía cada vez más presente.

Con este, su segundo libro, las motivaciones del poeta cambiaron radicalmente. Antes de su pronta partida, Miguel dejó instrucciones para editar “Tránsito hospitalario”, una obra que aborda su experiencia como paciente diagnosticado con cáncer. Un texto difícil de leer para quienes tuvieron la oportunidad de conocerlo, más aún, para quienes recibimos su amor y cariño. Frases como “…no puedo atravesar el dolor de la enfermedad, las esperas mortificantes de una vida que parece con su calendario lacerante preparando su extinción…” (Al menos en esta vida) nos deja un nudo en la garganta difícil de asimilar. Pero el tránsito hospitalario de Miguel también nos regala una radiografía de lo que es habitar un hospital público en Santiago de Chile. Desde conversaciones con otros pacientes hasta el sonido de las camillas recorriendo las cerámicas, en esta obra tenemos la oportunidad de acercarnos en primera persona, a conocer la condición humana de un hombre sensible circulando en la adversidad.

Y es esa sensibilidad la que desencadenaba en Miguel una pulsión de querer transcribir sus emociones. En virtud de aquello, me tomé la licencia de ampliar este libro rescatando numerosos poemas y textos que Miguel publicó en sus redes sociales, y otros que permanecían inéditos en su notebook y en su celular. De esta manera, “Tránsito hospitalario” se convierte sólo en el primer capítulo de este extenso trabajo que recoge versos tan disimiles que hubo que hacer un trabajo de edición que ordenara sus poemas, escritos y reflexiones.

Al segundo capítulo lo llamé “La familia y amigos”. Una temática habitual en la pluma de Miguel en la que su padre vuelve a estar presente, pero acompañado con historias de familiares y amigos, incluyendo a sus mascotas que también eran una parte importante de su vida. El tercer capítulo lleva por nombre “El crítico”. Acaso el perfil más conocido en sus redes sociales, en las que esculpía su mordaz crítica al sistema, denunciando injusticias y atropellos, haciéndose parte de causas y ubicándose de manera clara en un bando; “…la memoria viva es lo que permite damas y señores que no vuelvan a pasar las atrocidades cometidas contra mujeres, hombres y contra sus hijos durante la nefasta Dictadura y nunca jamás Dictablanda, como decía la miserable escoria plagada en su triste uniforme de auto proclamadas y vanas glorias…” (Será necesario).

El cuarto capítulo evoca una de las grandes pasiones de Miguel, el “Fútbol”. Con una mezcla de crítica social, los poemas que albergan este capítulo cargan un marcado componente de nostalgia. “De pronto vienen a mi mente tantos partidos pasados. Distintas épocas sociales, distintos equipos, distintos procesos personales. Hoy mientras lavaba unas frutillas, en el patio recordé esas ma- ñanas en Japón. Cuando Neira, Tapia y Rozental me hicieron creer que seríamos campeones del mundo…” (Mañanas en Japón). Además de jugar muy bien a la pelota, cuando se trataba de fútbol, Miguel no sólo era un hincha, sino más bien, era un poeta romántico que conectaba con un deporte en el que el recuerdo de su padre también se hacía presente.

El quinto capítulo es una excentricidad. Corría el año 2011 y la efervescencia social por el movimiento estudiantil me motivó a levantar mi primera revista digital. La idea era abordar temáticas políticas, sociales y culturales. En este contexto, invité a Miguel a escribir columnas de opinión de carácter político, dándole algunas instrucciones acerca de la extensión y contenido. “Un trabajo serio” diría mi yo de ese entonces. Miguel acepta, pero con una condición, que sus columnas vayan con la firma de “Rolo Medina”. ¿Por qué ese nombre? –Le pregunto. A modo de sátira, me cuenta, que el seudónimo lo sacó de un personaje de Sandro en la película, “El deseo de vivir” (1973), en la que interpreta a un

atractivo joven y adinerado deportista que, pese a llevar una vida llena de lujos, placeres y bellas mujeres, siente que su vida no tiene sentido. Me causa gracia el seudónimo y le doy luz verde para que comience a escribir. Acto seguido, Miguel no respeta ni la extensión ni las temáticas que le planteo. Escribe unos relatos en los que mezcla la opinión, la crónica y la novela. Una cosa rara pero que se hacía muy entretenido de leer. Finalmente dejo que escriba lo que quiera. Y en las siguientes revistas que lancé, Rolo Medina se hizo presente con comentarios de películas y cuentos que dejé con sus respectivas fechas de publicación, en este capítulo especial del libro.

El sexto y último capítulo y también, título del libro, lo llamé “Fui lo que he sido”, en base al poema homónimo el cual destaca por su brillante cadencia y lacónica mirada de un hombre que intenta encontrarse en un escenario que le es ajeno. Un auto retrato que recuerda la visión crítica de Enrique Lihn y su constante desarraigo con los tiempos que vivió, así como con el compromiso estético de Roberto Bolaño, “…entonces salté la jabalina de la sucia avenida / y recordé la mortandad de los escritores admirados / ninguno sobrevivió a su tiempo, ni a la hoguera de los años / Fui lo que he sido, y no me arrepiento / pude ser más, pero así fue mi cuento” (Fui lo que he sido). Este capítulo es el más extenso del libro. El más íntimo. La puerta hacia el alma de Miguel, que nos invita a seguir conociéndolo a través de estos versos.

Este trabajo es un homenaje póstumo a quien fuera hijo, hermano, amigo, amante, pero por sobre todo, poeta. Nos regalaste un pedazo de ti en cada palabra que escribiste. En cada historia que narraste. En cada broma que hiciste. En cada abrazo que entregaste. Es imposible entender por qué pasan las cosas. La rabia y la pena se entrelazan en un espiral de tristeza. Pero citando el poema “Dejar partir”, hay ciertas cosas que no dependen de nadie. Hoy nos queda el bonito recuerdo de tu presencia y de estos versos, para volver a escuchar tu voz.

Un honor haberte conocido, querido Miguel.

Guillermo Soriano Urrutia
1 de julio del 2023

Año de publicación: 2023
Número de páginas: 201

[POEMA] EPITAFIO

No quiero que nadie me recuerde
protegido en tibiezas,
en la comodidad que brindan los privilegios,
pocos o muchos según les parezca
No quiero que nadie me recuerde 
como una persona descolorida e inmóvil
No quiero que nadie me recuerde
guardando silencio o mirando para al lado
No quiero que nadie me recuerde
justificando lo injustificable
No quiero que nadie me recuerde
buscando contextos, subterfugios ni sarcasmos              
No quiero que nadie me recuerde 
en la concomitancia que ofrece el muladar televisivo.                                                     
Quiero me recuerden como una llamarada volcánica, 
como un fuego honesto y quemante, 
como un hijo de vecino cualquiera, 
pero que prefirió siempre decir lo que piensa, 
y gritar a voz en cuello lo que sentía en cada esquina
Quiero que me recuerden 
como alguien que perdió 20 trabajos 
por nunca jamás callarse lo que no podía callarse
Quiero que me recuerden en la calle 
cuando había que estar en la calle
Quiero que me recuerden 
condenando lo que había que condenar y punto.


Autor: Miguel Vásquez Parada
Chile, 2021

[CUENTO] EL PÉNDULO

Había sudor, el olor que exhala el cuerpo después de correr un maratón, el olor a orina y otros fluidos secretados por el cuerpo humano, y no solo era de mi cuerpo: hubo otros al igual que yo que esperaron o dejaron pasar el tiempo sobre esta misma mesa de mármol. Aun así, me era difícil pensar que otros en mi situación, antes de este día hayan declinado en las mismas circunstancias.

Dicen que cuatro paredes pueden crear un hogar, estoy entre cuatro paredes y probablemente sea cierto eso que dicen, y este sea mi último hogar, uno solitario y frío, uno breve, pero el que perdurará en mi memoria más que otros más cómodos, más que otros más cálidos, porque este es el último que habitaré.

El mármol es un buen material, es un deleite para vista, pero muy frío al tacto. Recuerdo las bancas del museo en invierno, un hermoso mármol, listas para una foto, pero al más leve contacto mis manos se tensaban; ¿Cómo podía ser algo tan bello y suave, pero frío al mismo tiempo?

A veces pienso que la belleza es una mentira, que una parte de nuestro cerebro nos la cuenta para hacer más aceptable ciertos aspectos de la vida, y que no es real. Recuerdo a Adam, él era la persona más bella en todo el mundo, o eso creía, o eso me hacían creer, o tal vez él quería que creyera eso. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que lo vi… ¿Lo bello puede morir? ¿Él reamente era bello? ¿Él realmente murió?

¿Amar puede ser un pecado? ¿Amarlo pudo realmente ser un pecado? La verdad no importa si fue o no un pecado, o si pudo haber sido de otra forma, porque yo lo amé, de forma inevitable e irresistible, y aún en este lugar, sobre el frío mármol, lo amo y nada en el mundo puede cambiar eso, ni siquiera la afilada arma que pende sobre mi cuerpo. Nadie, ni siquiera el miedo tocará esa parte de mí, ese amor que me hizo feliz y ese tiempo que fue solo mío y de Adam. Solo me pregunto si podré recordarlo incluso después de morir. Su recuerdo, eso es lo único que quiero llevarme conmigo… ¿Lo podré recordar?

…puedo sentir el vaivén del viento sobre mi pecho desnudo, y el ruido del metal bajando y aproximándose hasta mí. Cada hora se aproxima veinte centímetros, y empezó a las ocho de la tarde, lo sé porque así rezaba mi condena, esa condena que los hombres han designado para mí en esta vida. A las doce de la noche el péndulo descenderá lo suficiente para destruir mi cuerpo… son las ocho en punto y el ruido metálico de las poleas lo anuncia.

Tenía cinco años en esa navidad especial en que mis padres anunciaban su embarazo ante la familia. Yo lo sabía por adelantado porque días atrás mis padres me sentaron en la mesa del comedor y me explicaron que tendría un hermano o una hermana en algunos meses más. Mamá estaba feliz, recuerdo sus sonrisas, incluso carcajadas.

Yo jugaba en mi cuarto esperando la llamada de mamá para la cena, me gustaba imaginar la sonrisa de todos en el lugar. Me sentía parte de algo que entregaría felicidad a todos.

Recuerdo la comida, el pollo recién preparado, las bebidas, las papas asadas. Todos esperaban el postre, un brazo de reina de ochenta centímetros que mi madre preparaba cada navidad. Siempre quedaba para deleitarse los días siguientes.

Me sentaría tan bien un abrazo, sólo uno antes de partir, tal vez mamá me abrazaría, si ella estuviera viva creo que podría abrazarme por última vez. Su perfume entumeciendo mi nariz y mi memoria con recuerdos, el roce de su suéter tejido por sus propias manos, el roce de su mejilla tibia sobre la mía, un beso en el aire y al final una sonrisa llena de calidez, como esa que me daba cada noche antes de dormir. 

Segundo ruido metálico me indica que el péndulo había descendido veinte centímetros más, y que eran las nueve de la noche, me quedan tres horas de vida y el vaivén del péndulo continúa con su cruel danza sobre mi cuerpo, sin pausas, sin prisas, solo haciendo la danza de la muerte. Me es raro pensar que estoy en la misma situación de muchos antes que yo, y que otros muchos más padecerán. Muchos han muerto bajo el filo del verdugo del péndulo, y quizás todos éramos culpables. Mi vida no debe ser culpa de nadie más que mía, soy culpable de muchas cosas, que en otros tiempos me parecieron banales, o irrisorias, pero ahora se enfrentan a mí con la forma de un frío metal que se deja caer y baja cada vez con más fuerza sobre mí.

Y también soy culpable de amar, de haber tomado la mano de Adam en lugares públicos, de besar su frente al despedirnos. Soy culpable de haber soñado lo que vivimos, un sueño del que no quería despertar, pero mis párpados se han abierto y me muestran la claridad de una habitación diseñada para matar. No solo para mí, pero hoy hasta media noche soñaré por última vez. Ya no será un sueño, porque Adam no está aquí, solo su recuerdo…

 Esto es una pesadilla que terminará al mismo tiempo en que mi corazón se detenga. Aunque mi corazón ya se detuvo hace años, junto con él… ¿Qué es lo que hay dentro de mí? Estoy roto, muy roto, en realidad todo este mundo está roto: el amor no debe ser un pecado, pero lo es ahora y pago por ello.

El péndulo sobre mí amenaza con despedazarme, pero el no lo sabe, no puede saberlo, todo lo que se ha roto en mí, se ha congelado. Solo cortará carne muerta, porque estoy muerto, desde el día en que mi Adam ya no está… ¿Podré llevarme su recuerdo conmigo?

Tercer ruido metálico, mi verdugo frío e inevitable vuelve a descender otros veinte centímetros más cerca de la hora convenida de la ejecución, son las diez de la noche. Abrigo el recuerdo de haber amado, de ser libre, de ser joven, de proteger a Adam, de su sonrisa, la calidez de sus manos sosteniendo mi rostro al besarme, y mis brazos envolviendo su espalda para aproximarlo hacia mi cuerpo. Esta noche siento sus labios sobre los míos, tan suaves, que siento miedo de que esta sensación desaparezca incluso si respiro. Pero el vaivén del péndulo desintegra ese recuerdo con la ráfaga de viento que presiona sobre mi cuerpo, al conducirse cada vez más rápido.

Cuarto ruido metálico, son las once de la noche, he cerrado mis ojos para evitar el contacto visual con los inexistentes ojos de mi verdugo. El metal de mi verdugo fue forjado bajo el fuego, con el calor y el esfuerzo de las manos, del martillo, de un calor que lo hizo arder para tener la forma de verdugo. No tiene nombre, no tiene voz, no tiene consciencia, no tiene voluntad, solo un ritmo, una misión, y al cortarme habrá cumplido su propósito y yo habré pagado mi condena. Puedo sentir una gota de sudor frío bajando por mi cuerpo. Está tan cerca, trató de pensar en algo más, sigo con los ojos cerrados, como si estuvieran tapados. No quiero abrirlos, no vale la pena volver a mirar mi destino, el destino que el hombre ha elegido para mí.

Quinto ruido metálico, “Lo siento Adam ya no podré seguir amándote”. Presiono fuerte mis puños…

Autora: Carla Araneda Condeza

Chile, 2021

[CUENTO] BOGO MARU

—Majestades, Altezas Reales, señoras y señores, dejo este podio al padre Aidan Murphy, Marutai Popola, ganador del premio de este año –dice el presidente del Comité Noruego, abriéndose en un amplio gesto hacia el homenajeado.

Otra ovación vuelve a inundar la sala, las imágenes proyectadas permanecen en la audiencia; en ellas, son cientos los niños africanos que, dichosos, juegan y participan en medio de las instalaciones de las granjas educativas de la Fundación Baile, en Nambia, columna estructural del legado del padre Murphy.

El octogenario sacerdote ha permanecido en silencio, ensimismado, con el rostro apoyado en su inmensa mano de tres dedos, la emoción parece haberle impedido ver las imágenes proyectadas; no se le ve cómodo, se sabe que no está allí por presión vaticana. A pesar de todo, se incorpora de su silla con vigor, con la mítica bravura que se le atribuye frente al león, ese que mutiló su diestra hace sesenta años, cuando intentó rescatar a una niña de sus fauces: la leyenda fundacional de Marutai Popola.

Es un hombre grande, en edad y porte, de movimientos pesados, pero rechaza la ayuda que se le ofrece para subir al podio; viste de frac, aunque ha cambiado la camisa blanca por el riguroso negro, y el lazo por el cuello clerical; entre las numerosas miniaturas sobre la solapa predominan los colores africanos. Demasiado elegante, dirán más tarde, ostentoso. Sus zapatos son, sin embargo, dos monstruosos botines de trabajo, sucios y gastados.

Antes de comenzar, se lleva a los labios un pequeño crucifijo de madera que apenas roza.
—Muchas gracias —dice con una voz profunda, mientras mira hacia la primera fila con una ligera venia, sin soltar el legajo del discurso ni detenerse en nadie. Comienza a leer—: Primero que nada, muy buenas tardes a todos, muchas gracias por estar aquí, acompañándome; sé que muchos preferirían estar en sus casas, viendo la transmisión en sus televisores, bebiendo un buen chocolate caliente, incluso arropados en sus camas, algunos… —Risas—. Esta parece ser una tarde excepcionalmente fría, aquí, en el Ayuntamiento de Oslo, —La pantalla gigante muestra un panorama de la audiencia en un elegante barrido horizontal que se disuelve en fundido encadenado con el rostro de Alfred Nobel acuñado en oro—, me dicen que diciembre ha comenzado más crudo que nunca. —Y tiembla, pero no de frío.

»Más de alguno —se toca el cuello clerical— habrá notado esto con molestia; —Se lo quita, lo contempla unos segundos y se lo mete en el bolsillo. Dos sacerdotes italianos inclinan sus cabezas al unísono, en la cuarta fila, y un murmullo respetuoso recorre la sala—; pues bien, anoche me despertó una llamada urgente (con cuatro horas de vuelo chárter, sin escalas, no sé cómo escuché la campanilla). —Carcajadas—: Era el Secretario Vaticano, en Roma no quieren que vuelva a usarlo; —Autoridades incómodas sacadas de primer plano, silencio—. Está bien, no cambia nada, es sólo un símbolo; para mí, una señal de que este premio no alimentará la especulación en las arcas romanas, sino el apetito de alimento y educación en Nambia, donde urgen, ¡con mis “salvajes muchachos”! —Explosión de aplausos espontáneos.

»Pero no he venido desde tan lejos para hablarles de esto; mucho menos, a incomodarlos.

»Cuando en 1962 aterricé en Nambia, tenía yo, digámoslo, los sueños algo desordenados; no habían aquí —se toca el pecho, donde cuelga el crucifijo — más que ansias de aventura, de desahogo, y la intuición de una frontera entre el bien y el mal tan difusa, que aún me aterra pensarlo. Por entonces, no era yo más que un joven misionero irlandés de ojos claros, arrancado de las calles de un Dublín siempre convulso, gris y húmedo, arrojado a la luz del sol, a la libertad y precariedad de otro mundo; puesto allí, justo en medio de esa marea colorida, “lasciva” —el adjetivo se le ha colado, no está impreso — y bullente.

»No mentiré, “pequé” desde un principio: —El verbo tampoco es el correcto,

Murphy lo atribuye primero al sudor condensado en sus lentes; muchos, en cambio, a su conocida mordacidad, y sonríen; la mayoría se acoge al resquicio de la sordera por recato. Pero el sacerdote sabe que se le ha entendido todo hasta la última fila; mientras seca sus gafas, se toma el tiempo de observar cada reacción en la audiencia, ha vulnerado el límite, ahora puede ir más allá, y enfatiza—: “pequé”, pequé, ¡pequé!; pequé de incauto, de excelsa bondad o estupidez; me entregué a mis ovejas en cuerpo y alma, sin reservas; y esa forma de entrega, señores, señoras, suele ser la ventana predilecta del diablo.

Una tos contenida detona en ecos desperdigados que amplifican el silencio de la pausa. —Veo que vuelvo a incomodar a algunos. —Sonríe travieso, como un niño de ochenta años, pasea sus ojos claros por el borde superior del marco de sus gafas, de lado a lado—. A nadie le gusta hablar de este sujeto, del diablo; resulta tan tranquilizador negarlo, aprovechar la zanja abierta y dejarlo allá lejos, bien bien abajo. Si consigue inquietarnos con el simple echo de pronunciar u oír su nombre, habrá que reconocerle, al menos, ese mérito.

El viento abre una puerta de golpe en algún rincón de la gran sala del consistorio; el sobresalto rompe la tensión suspendida entre la audiencia, pero Murphy no acusa digresión alguna, permanece imperturbable; entonces llega a su rostro una brisa efluente de aquella corriente de aire, un aroma disipado que el sacerdote reconoce de inmediato: sándalo, la flor nacional de Nambia, la misma con que perfumaba a Bitbinimí, la pequeña alegría de su primera aldea, su paje, su monaguillo, la piel de su encanto.

Una mariposa sobrevuela las cabezas de sus altezas reales y Murphy regresa con cinismo al legajo impreso, sobre el atril; el cristal empañado de sus gafas no es un obstáculo.

—El diablo existe, autoridades, mentes de ciencia, estimados artistas e intelectuales, y no es de extrañar que ahora mismo estén surgiendo, en cada uno de ustedes, imágenes de ese primer encuentro con su rostro de piel y ojos humanos. Pues bien, yo le conocí en Nambia, hace exactamente sesenta años; tenía nombre de coleóptero nambí y las piernas desnudas del más pulcro y esbelto barro. —Algunos asistentes se ponen de pie, fuera de todo protocolo, para abandonar la sala; se escuchan algunas voces femeninas, proclamas apagadas y dispersas, gritos sofocados; intervienen discretos agentes de traje y corbata para ordenar la sala, mientras el homenajeado bebe un lento y tembloroso sorbo de agua.

La provocación se le ha ido de las manos, pero mira el discurso impreso con sorna, se siente fuerte fuera de lo programado. Por primera vez en su vida, el embrujo de su carisma parece fisurarse, como si el engaño cediera
irrefutable ante la verdad que le libera, como si la coraza perfecta se desprendiera y, cual manto de seda, cayera, deslizándose con toda suavidad hasta arrebujarse sobre sus zapatos.

De pie frente a los asistentes, ese tribunal no tan imaginado, se aferra al atril con vehemencia; firme sobre el estrado, como tantas veces sobre el altar, con fuerza, como si pudiese impedir que aquel púlpito se deshaga entre sus manos.

Entonces, la mariposa reaparece junto a él, revolotea junto a su hombro un rato y se posa sobre su diestra amoratada; se la sacude invadido por un terror oscuro y la aplasta, sobre la alfombra, bajo su zapato. Una gota de sudor se descuelga sin dificultad entre sus cejas excesivas y desmesuradas.

El director no sabe qué cámara enviar al aire, ha mostrado todo lo que no debía. Cobra protagonismo el nítido primer plano de un inmenso florero de agapantos, el lirio africano, con el homenajeado al fondo, en desenfoque gaussiano.

El octogenario se resiste, con porfía; siente la boca seca, pero se pierde en los destellos que el foco sobre su cabeza replica al interior del vaso de agua; son destellos hipnóticos, como los de aquella tarde en las riveras del Montú, cuando sus «niños salvajes» le enseñaban que la alegría podía tomar las formas del agua, durante los juegos y el baño, y que el gozo de la felicidad podía esconderse también en la piel y los cuerpos del diablo. Al pasar de página el legajo se desarme y caen sus hojas como naipes marcados de una mala baraja.

—No he querido incomodarles —repite, miente, insiste; intenta retomar, sus papeles, el discurso, pese a que la ceremonia se cae también como un castillo de cartas. Mira con cierta inocencia, resignado al personaje que ha sostenido y le sostiene, y suspira, como sacando aire de un globo pinchado —; me cuesta entender que siga aquí, ni en mi mejor pronóstico alcanzaba yo este párrafo. —Vuelve a ponerse los lentes y baja la mirada al discurso impreso con soberbio histrionismo.

»El Diablo visitó mis sábanas, no una noche, sino cada hora de soledad y desencanto; tomó el cuerpo de Bitbinimí (“mariposa negra”, en dialecto nambí), el de Zembú (“ojos del fulgor de las estrellas”), el de Kentá (“monte sagrado”), el de Turdungún (“fuerza varonil de la gacela”) y el de tantos jóvenes más cuyos nombres, no sus rostros, no sus cuerpos, escapan profanos a la memoria de este anciano».

Murphy siente languidecer la poderosa musculatura de sus piernas; una luz roja sobre la cámara que antes lo acosaba le indica ahora que la transmisión en vivo se ha interrumpido; necesita sentarse, pero nadie quiere acercarle una silla. Algunos reflectores parpadean y, en sus intervalos, descubre que las butacas de la primera fila han pasado a ser sólo un puñado de elegantes muebles vacíos; se queda contemplando un cojín hundido, sin memoria suficiente para restablecerse a sí mismo, como el espacio que dejó en su alma la niña mariposa.

Una lágrima, invisible como la brisa, recorre cada pliegue de ese rostro incendiado por los años y por el sol de África.
—Marutai Popola, —«Padre Bueno», es la voz de Bitbinimí, la dulzura de su tono agudo y gastado, brotando por entre las fisuras resecas de sus gruesos labios oscuros—; Marutai Popola, bogo maru…—«Padre Bueno, toma mi mano», en las fauces del león desgarrada; y él, de rodillas frente a ellos, entre jirones de carne y ropa, entre la sangre y las alburas de tendones, huesos y colmillos, aferrado con desesperación al pequeño crucifijo de madera, ese que intenta arrebatarle al animal, a ella, a ese par de inocencias conjuradas para silenciar las bravuras de un cobarde. Un hombre de color le grita furioso desde la tercera fila, pero es algo que él ya no entiende; «la ignominia es otra lanza del diablo», piensa, descree.

—Marutai Popola, bogo maru —repite casi inaudible ante la audiencia, con la mirada perdida en el continente negro, en cada crimen repetido que no consiguió sepultar junto a ella, su favorita, la primera. Se desploma y se retuerce en el piso, la alfombra roja es un suelo infértil de malezas ásperas y polvorientas; junto al escenario están ya apostados los agentes de la policía nacional esperando la orden de aprehensión. Puede sentir la asfixia, el dolor en su brazo, en el pecho, pero nadie se atreve a tocarle. Es demasiado tarde cuando los agentes se resuelven a apresarlo, su visión se nubla y el sudor que le helaba se entibia ahora bajo los rayos del sol de la sabana. Murphy está de regreso en Nambia y es Bitbinimí quien llega a auxiliarlo, quien le tiende su pequeña mano, mientras resplandecen sus ojos, sus dientes y su breve vestido blanco; con sus pies descalzos y aquella sonrisa arrebatada a los ocho años, lo mira enamorada, con un amor tan distinto al que él le juró esa tarde, cuando colgó de su cuello el pequeño crucifijo de aliso, cuando la convenció de entrar juntos en el área restringida del parque safari.

—Marutai Popola, bogo maru. —No puede tomar su mano, le faltan el pulgar y el índice; se escurre entre esos dedos infantiles la paz que creyó ganar por las garras de una bestia.

Autor: Rafael Momares de los Reyes

Chile, 2020

[POEMA] MOMENTO

Momento de atmosfera voluble, cielo perdido en lluvia
El sillón aguarda el descanso del mero ocio
La vela invita a reflexionar o simplemente a nada
Este escribir es una búsqueda de lo perdido
La palabra es un buscar traer lo que se nos escapa

Queremos entendernos, forjar mostrar lo que no somos
El tiempo es un secreto que los dioses nos ocultan

La esencia se nos fuga, el origen es un misterio

Autor: Alejandro Ogando
Argentina, 2021