Revista Destiempo

Crítica literaria: Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano

Por Guillermo Soriano

Hay algo inquietante en leer un libro firmado por otro Soriano, más aún si también fue periodista. Como si un primo lejano, que nunca conocí, se hubiese adelantado varias décadas para dejarme una novela que mezcla el periodismo, la literatura y el delirio con una soltura que me hace dudar si fui yo el que llegó tarde, o si él simplemente se robó todos los trucos familiares antes de que el resto pudiera heredar algo.

Triste, solitario y final no es solo una novela. Es un gesto descarado de Osvaldo Soriano: el tipo agarra a Philip Marlowe —el detective creado por el escritor estadounidense Raymond Chandler— y lo mete en el Buenos Aires setentero, decadente y tanguero, como quien lanza un gato inglés a pelear en una villa porteña. Y, como era de esperarse, Marlowe termina golpeado, confundido y, por supuesto, triste, solitario y con un final no precisamente feliz.

El verdadero truco está en cómo Osvaldo se mete a sí mismo como personaje. ¿Ególatra? Quizás. ¿Divertido? Definitivamente. Ambos —el joven periodista argentino y el detective— se lanzan a investigar la decadencia de Stan Laurel, el famoso actor del dúo «El Gordo y el Flaco», quien vive olvidado en Los Ángeles. Como periodista, nunca he considerado meterme de lleno en mi propia historia, y mucho menos acompañar a un detective gringo en busca de una actriz olvidada. Pero Soriano (el otro) lo hace sin pudor, con una autocompasión disfrazada de ironía, y con un humor que se mueve entre el absurdo y la melancolía como si estuviera bailando un tango borracho a las tres de la mañana.

La novela es también una sátira de ese mundo que muchos periodistas conocemos bien: el de las falsas glorias, los ídolos caídos, los tipos que alguna vez fueron alguien y ahora no pueden ni pagar la cuenta del bar. Es una ciudad infestada de fantasmas mediáticos y políticos, y Osvaldo, con una ironía que huele a tinta y a café frío de redacción, nos pasea por ella como si quisiera demostrarnos que, en el fondo, todo reportero es un detective fracasado.

¿Es la novela perfecta? Para nada. Tiene momentos en que parece que ni el autor sabía a dónde iba. Pero como buen cronista, se las arregla para hacernos disfrutar del camino, aunque esté lleno de baches, humo de cigarro y personajes que parecen salidos de una pesadilla peronista con narrador yanqui.

Triste, solitario y final es una obra rara, entrañable, medio desequilibrada —como un periodista que escribe ficción sin dejar de pensar en la próxima nota. Una advertencia: si otro Soriano vuelve a escribir una novela así de inclasificable, que por favor me avise. Así me adelanto yo esta vez.

[Poema] Donde estés, mi niña

Por Jorge Rutherford Krefft

Un catorce de julio llegaste a mi vida,
pequeña esperanza, razón de partida.
Tus ojos brillaban, tu llanto era canto,
y yo, sin saberlo, ya te amaba tanto.

Un día sin aviso te arrancó el destino,
dejando en mis brazos solo el desatino.
Te busco en las fotos, te invento en mi voz,
mientras calla el mundo lo que fuimos los dos.

Se fueron los días que nunca llegaron,
y sueños contigo que me arrebataron.
Me dejaron con vida, pero sin abrazarte,
con los brazos vacíos y sin cómo encontrarte.

Te pienso en la brisa, en cada estación,
en tardes sin rumbo, en cada canción.
Aunque hoy la distancia me impida abrazarte,
mi alma no deja jamás de buscarte.

Me duele no verte, no oír tu andar,
no ser el refugio al que puedas llegar.
No sé si el destino te hará regresar,
pero aún en la sombra, te vuelvo a encontrar.

Anhelo los juegos que no compartí,
las tardes, los cuentos que no viví.
Aunque haya distancias, dolor y frontera,
mi amor por ti sigue firme y sincera.

No sé si recuerdas mi voz en tu oído,
o aquel primer beso que nunca se ha ido.
Pero aquí en mi pecho tu nombre resuena,
como una promesa que nunca se frena.

Aunque duela el alma y no pueda gritar,
yo sigo en la tierra, me niego a parar.
Con cada caída me vuelvo a alzar,
forjando el camino que vas a encontrar.

No te espero.
Te llevo.
Aunque me faltes cada día.

El Doctor Pellizcos

Por Lorena Arana

Hace algunos años, estando en la celebración de la Primera Comunión de mi sobrina, en Cerritos, cerca de Pereira, surgió un rumor bastante peculiar: el de la existencia de un doctor, en Manizales, que se decía capaz de curar cualquier mal a punta de pellizcos. El asunto, además, era contado con conocimiento de causa por una familiar de mi cuñada, que aseguraba que su hija, al igual que muchos otros, se había curado de alguna dolencia después de experimentar, en carne propia, el poder de dichos apretones, de aquellos dedos y de aquellas uñas.

Como si fuera poco semejante historia, no transcurrieron más de dos días antes de escuchar a mi tía Helena gritar emocionada: “¡Conseguí el teléfono del doctor Pellizcos!” y, no obstante, nos subimos siete personas a una camioneta desde la capital de Risaralda a la de Caldas, rumbo a conocer a aquel hombre que tan extraña promesa hacía, a quien le expondríamos nuestra carne como inocentes cochinillos: mi primo, de unos cincuenta y tantos, un hombre de mucho carácter, fiel creyente de todo lo homeopático, alternativo y naturista; mi tía Olga, incapaz de hablar ni llevar a cabo de manera satisfactoria el resto de funciones a cargo de la lengua, los músculos masetero, temporal, ptreigoideo lateral y demás que encontré en Google y que tienen que ver con la deglución, a causa de dos lamentables accidentes cerebrovasculares; mi tía Helena, extraordinaria sobreviviente del cáncer de colon; mi madre, con un Párkinson muy disimulado y estable en esa época, más algunos dolores de cadera; la novia de mi primo de aquel entonces; una gran amiga de la familia, de nombre Amparo; y yo, cultivando, sin saber, la segunda temporada del Trastorno de Ansiedad Generalizada en mi cabeza, el cual, después, tendría suficiente tiempo para detonar y desplegarse a su antojo.

El doctor Pellizcos terminó siendo un señor de edad que vivía con su esposa en una casa pequeña sobre una calle empinada, de esas que cuesta cruzar, tal como se jugara la vida misma en ello. La primera en pasar a la consulta, habíamos acordado, sería mi tía Olga. Y, ante la expectativa, mi primo acordó con ella:

-Tía, si eso es breve, hágame así -indicando la seña de levantar el dedo pulgar para indicar que todo está bien- pero, si le está doliendo mucho, entonces, así -la clásica de levantar el dedo del medio-

Pasados unos segundos, mi pobre tía no hacía más que enseñarnos el anular, aparte de retorcerse y generar un montón de sonidos guturales que en absoluto le devolvieron el habla. El anciano se ensañó con ella un buen rato, especialmente con los pies y las manos, pues tales parecían ser las zonas donde el susodicho desahogaba sus mágicos poderes.

De ahí siguió mi tía Helena, cuyos gritos, a diferencia, fueron de lo más puros y desinhibidos. Para entonces, ya habíamos descubierto otro importante elemento: la risa; pues, en ningún momento previmos que observar a los demás mientras eran pellizcados fuera tan gracioso. Al fin y al cabo, cada uno acababa indefenso frente al curandero, a merced suya y, de alguna manera, el dolor y los gritos nos llevaban a un estado primario que no dejaba espacio sino para la burla.

Mi madre, siempre tan recatada, para nuestra sorpresa, no gritó. Hasta ese punto llegó su decencia. Se quejó, claro, aunque de una manera muy educada, lo cual hizo avergonzar aún más a mi tía después de sus quejidos, que, aparte, tenían la particularidad de durar únicamente durante la tortura al que el hombre la exponía, tal como si le dieran play y pause a una grabadora de las antiguas.

Mi primo, como ya mencioné su carácter (por así decirlo), no hizo más que echar madrazos e insultar al pobre doctor Pellizcos. Le dijo hasta misa a él y a nosotras, al intentar filmarlo; pues, el registro de aquel viaje se convirtió en un tesoro familiar.

Entonces, llegó mi turno. Y claro que dolió. Sin embargo, terminé teniendo casi tanta clase como mi madre, pues tampoco grité, aunque sí me doblé y gemí por montones. La duración de las sesiones, al parecer, dependían de la gravedad del paciente. En mi caso, más o menos, quince minutos. Una característica importante del doctor, que solo hasta entonces noté, fueron sus largas uñas, ya que sus pellizcos realmente consistían en enterrarlas en la piel hasta casi hacerla sangrar.

Un dato más, la tarifa: alrededor de treinta mil pesos por cabeza.

Después del mencionado espectáculo, ni la novia de mi primo ni Amparo se atrevieron. Y, extrañamente satisfechos por nuestra experiencia, emprendimos el viaje de vuelta a La Perla del Otún, en una sola carcajada, sin poder creer habernos aventado a dicho viaje surrealista, expuesto a tal situación; como si despertáramos de un trance, repasando una y otra vez cada momento; sintiéndonos un poco ridículos, pero contentos; planeando enviar a cuanto familiar se nos ocurría a donde aquel extraño médico y las supuestas razones que le daríamos; encontrándonos, en efecto, mejor que nunca después de la supuesta terapia; felices gracias al doctor Pellizcos, como seguimos llamando al hombre que, quizá, sí curó varios de nuestros males, pues comprobamos su verdadero poder: el de la risa.

Aníbal Malaparte y la asamblea de los fantasmas: punk, deseo y memoria al sur del abismo

Por Guillermo Soriano

Desde Xalapa, México y con el pulso de la contracultura, Aníbal Malaparte (1992) nos entrega en La asamblea de los fantasmas (Valparaíso Ediciones, 2023) una obra poética densa, filosa y visceral. En sus páginas confluyen la historia, la política, el deseo y el vértigo de ser contemporáneo en una región que arde en sus pasados.

Con una voz que no pretende suavizar el mundo, sino tensarlo, Malaparte convoca imágenes que se mueven entre la ternura y la violencia, la nostalgia y el colapso emocional. El sur —tanto geográfico como simbólico— aparece como espacio de fuga y de promesa, como herida aún abierta, donde los fantasmas de la historia no solo nos visitan, sino que nos habitan.

Los poemas no se ofrecen como consuelo. Son proclamas, fragmentos de insurrección lírica que hacen del caos un manifiesto estético. La ciudad de Xalapa se transforma en escenario y en personaje: niebla, jazz, escoria y poesía bajo la lluvia. En Xalapunk, uno de los textos más intensos del libro, el poeta se desborda en una carta de amor y furia a su ciudad, donde la lucidez convive con la incoherencia y la ternura con la demolición.

Hay referencias a la cultura postpunk, a la figura de Ian Curtis, a vínculos afectivos desarmados, a encuentros y desencuentros que dejan cicatrices más que memorias. Todo bajo una estética sonora, cortante, casi performática. La palabra busca herir, conmover, hacer tambalear.

La asamblea de los fantasmas no solo es un libro: es una experiencia. Una descarga poética que interpela y arrastra, que le habla tanto al insomne político como al amante quebrado, al militante de utopías y al que se abandona en la música, en la noche, en la derrota.

En palabras del propio Malaparte, quien también es historiador y practicante de artes marciales: escribe poesía y construye bombas caseras. Y eso se nota. La poesía como artefacto explosivo. La literatura como forma de resistencia. La voz de los espectros, de los márgenes, de quienes siguen insistiendo en imaginar otros mundos posibles.

Viajemos al sur

Viajemos al sur,
mar austral de gritos insomnes,
caña, telegramas inaplazables;
volemos, cual bandada de patos
que en otoño vuelan
hacia la promesa de un cálido verano.

Viajemos al sur,
evocando negro y rojo barro,
últimos fandangos, selva y guerrilla;
historia que no es nuestra, pero puede aún serlo.

Viajemos al sur;
no importa que no sepamos donde está,
los patos tampoco lo saben
viajan sin saber como pero conocen hacia dónde.

Viajemos al sur
como camaradas
antiguos amigos
libres y salvajes.

Un pasado desbocado en infinitos

La miré primero con esa mirada que es algo más que el
verbo de los ojos.
Marcel Proust

Su voz no era aire,
                              lengua
                                     y cuerdas vocales,
sino un eco incansable,
el hierro que te había cercenado,
cristalina luz inerte
que cantaba con una ternura
que te vulneró más que cualquier escarnio.

Viscosas sombras te envolvieron
como abrumados aleteos en el pecho,
de ácido corroyendo tus venas…
No necesitaste mirar para saber quién te habló
pero tus ojos se elevaron inexorablemente,
reconociendo el mismo rostro,
con el doble de ojeras y el mismo exiguo bilé rubí
pero innegablemente familiar, que te observaba,
como una caricia a medio formar apuñalándote.

Te miró y el vértigo de sus agujeros negros
confirmo su identidad,
atisbando una reflejada cordura carcomida
que fulguraba como cristales rotos,
indescifrable misterio sobre a quién pertenece
tal vez a ella,
tal vez a ti,
quizás a ambos.

No fue dolorosa pero sí punzante,
la familiaridad con que te llamó,
ni la rapidez con la cual respondiste,
no tenías otra opción,
ni la buscaste.

Xalapunk

Hay algo de esto en todos nosotros, en esta lucha, en este caos en
que estamos metidos, vivientes y fantasmales a la vez, sin dormir,
lúcidos y opacos, cada quien personaje de sus propios sueños y de
los sueños de los demás.
José Revueltas

Xalapunk, mutante ciudad de niebla,
escucha mis palabras de amor
Xalapa de jazz en las azoteas,
maravillosa escoria sin rendirse,
pedas caseras, librerías de viejo,
preguntas sin respuestas
maldice mis proclamas
¡pero préstame atención!

Yo sé que estoy loco, pero eso ahora no importa
hay un millón de motivos para ignorarme,
pero ninguno de ellos vale la pena,
no son fuego ni gasolina.

Xalapánico de mis amores y ligueros de encaje,
eres campo de batalla, condenadas esperas,
revólver de ámbar y cuarzo,
poesía bajo la lluvia de noviembre,
incoherente agonía ante cualquier redención.

¡Escucha mis palabras!
mientras tú me destruyes
¡yo te eternizo!

*****

Autor: Aníbal Malaparte
Libro: La Asamblea de los Fantasmas
Editorial: Valparaíso Ediciones
Año publicación: 2023

Mickey Mouse

Por Lorena Arana

Arribamos al lugar. Se bajan mi cuñada, mi madre y Consuelo. Mi hermano y yo vamos a buscar parqueadero. Regresamos caminando, entramos. Se llevan a cabo dos en simultáneo, uno al lado del otro. Asuntos del azar.

Llegamos hasta uno de ellos. Encontramos a doña Luz destruida, derrotada. Me saluda, le digo una que otra cosa. Abraza a mi hermano, llora despojándose de toda fuerza, como una olla a presión, desde los sueños que ha tenido que apagar a la fuerza en las últimas horas. Él también se nota afectado. Tiene una niña de once años, a quien ella le ha ayudado a criar. Mi madre, mi cuñada y Consuelo lucen transformadas. Mucho ha pasado por sus mentes, ojos y bocas desde que se bajaron del carro.

Saludo a los padres; adoptivos, de hecho: su tía y el esposo. La madre biológica no se encuentra en el recinto. Los siento incómodos con mi presencia. No los culpo. En ese momento, hasta la vida misma les incomoda. Paso por la sala de al lado. Otra menor, diecisiete años, leucemia. La madre es solo un cuerpo, su mente va lejos. Se halla medio muerta, falta de todo, sobre un mueble. Hablo con un par de personas. Regreso. “¿Quién es Lorena?”; me contaría, después, mi mamá que preguntaba la de doña Luz. Ese día conocí al esposo, al ex, a su tierna progenitora, hermana y cuñado. “Yo con usted gozo mucho”, me dice doña Luz, en una despiadada mezcla de risa con nostalgia, a la cual no sé cómo debo reaccionar.

Y, en medio de todo, el ataúd.

Alguien ha puesto un muñeco de Mickey Mouse encima. Doce años. No se supo bien qué fue: Algo pulmonar, infarto, Covid… Es enero. Hace un mes hacía la Primera Comunión. El Niño Dios le trajo un juego nuevo de alcoba. Ahora, ¿qué harán con él? ¿Con las preguntas insulsas, la tristeza, el desespero? ¿Con tales días poco vívidos, que quién sabe en qué parte de la memoria quedarán? ¿Con aquel ahogo que atrapa la razón, la secuestra y extrae de toda lógica? ¿Con la realidad patente, establecida en el centro del pecho, de la cual no se puede escapar? ¿Con los recuerdos entrando como metralla (o saliendo)?

Con tal locura de puntas afiladas; que, con cualquier movimiento, corta.

A la mamá de la de diecisiete le dio la pálida. La cargan entre varios.

Ese día la de doce comió piña. Después, no se supo más. La llevaron a la clínica. Doña Luz se alistaba para ir, cuando la llamaron. Era su hija, que la requería, solicitaba con urgencia, le urgía contarle que se había quedado sin nieta.

En búsqueda de La Isla de las Palabras Rotas

Por Cristian van Kerkhoff

Sé que internet no siempre es la fuente más confiable, pero fue por ahí, entre 2011 y 2012, mientras terminaba mi tesis de pregrado, que encontré algo que me voló la cabeza: el vínculo entre navegantes neerlandeses y mapuches desde el siglo XVI. Desde entonces, comencé una investigación obsesiva, recorriendo bibliotecas, librerías y ferias, atando cabos, encontrando pistas que no solo me aclaraban el panorama, sino que le daban un nuevo sentido a mi propia identidad.

Durante un viaje en bicicleta por la Araucanía —desde Freire hasta la costa— encontré en la biblioteca de Carahue varios libros sobre este mismo tema. Me quedaban apenas 15 minutos antes del cierre, así que fui directo a las bibliografías, anotando títulos y autores en una libreta. Uno en particular llamó mi atención: La Isla de las Palabras Rotas, de Daniel Quiroz. Ya lo había visto mencionado una y otra vez durante mis búsquedas online, como un eco persistente que finalmente tomaba forma.

Al volver a casa, revisé mi libreta llena de apuntes y decidí que tenía que encontrar ese libro. Busqué al autor y descubrí que trabajaba en la Academia de Humanidades, en avenida Recoleta. Confiado, escribí un correo a la institución preguntando dónde podía conseguir La Isla de las Palabras Rotas. Para mi sorpresa, Daniel Quiroz me respondió personalmente y me citó en su oficina. Fui en bicicleta y conversamos por unos 45 minutos sobre las travesías de los neerlandeses y su relación con los mapuches lafkenches, incluso en formas de comunicación no verbal. Me dijo que había dejado copias del libro en el Centro de Estudios Barros Arana, en la Biblioteca Nacional. Fue como abrir un portal de conocimiento: allí, además del libro, encontré más de una decena de textos complementarios.

Leí el libro en menos de una semana. Su sola portada me transportaba a un universo donde los neerlandeses habitaban la Isla Mocha desde el siglo XVI, producto de una descendencia improbable. Lo siguiente fue inevitable: necesitaba ir a la isla. Pasó más de un año hasta que en noviembre de 2014 logré tomar un bus a Tirúa y, desde allí, abordar un barco hacia la Mocha. En el trayecto conocí a Eugenio Moya, el «Tello», con quien compartí historias durante las tres horas de cruce por las frías aguas de la corriente de Humboldt.

Fue él quien llamó a su madre, la señora Laura Herrera (Q.E.P.D.), quien me recibió en su casa. Vivía con su hijo Franklin Moya (Q.E.P.D.) y por esos días estaba también su hermano, don Juan Herrera. Al tercer día les pregunté si veían la serie Los 80. Laura sonrió.

El libro fue mi guía en un territorio sagrado. Releyéndolo durante las noches, descubrí que Daniel Quiroz había entrevistado, a fines de los años 80 y principios de los 90, a don Alfredo Herrera, padre de la señora Laura. Ese dato me estremeció: yo estaba durmiendo en el mismo hogar del principal testimonio del libro que me había obsesionado, rodeado de la familia que ahí aparecía mencionada.

Los dos últimos días en la isla, me dediqué a transcribir la entrevista completa de don Alfredo para dejar una copia a sus hijos. Después del viaje, envié dos fotocopias del libro a don Juan Herrera, quien vivía en Antihuala, en la región del Biobío, con su hija.

La relectura del libro me permitió conectarme aún más con los mochanos. Pude hablar de hitos clave como el Club Olimpia, el primer vuelo que aterrizó en la isla gracias al piloto Edgar Blackburn Melin —quien previamente lanzó frutas y diarios desde el aire para anunciar su llegada—, o los mitos de la isla: la ballena blanca Mocha Dick, el bosque sagrado, Trempulcahue y las cuatro machis que se transforman en ballenas para guiar las almas hacia Amucha, la isla del renacimiento.

Quizás se pregunten qué haré con toda esta historia. Llevo más de una década recopilando información. Tal vez termine siendo una novela histórica de ficción. Espero tenerla lista antes de cumplir los 50.

Libro: La isla de las palabras rotas
Autor: Daniel Quiroz
Editorial: Centro de investigaciones Diego Barros Arana
Año de publicación: 1997

Supremo

Por Lorena Arana

Llegamos a la iglesia. Sí, a la del secuestro, en Cali. Muchos carros, se nota que es Domingo de Ramos. Mi madre se baja. Yo me voy a buscar parqueadero, regreso. Está atestado de gente. Veo a mi madre sentada en la primera fila. Me ubico afuera, bajo una carpa que han instalado. Hay pantalla gigante, incluso sillas libres. Me siento, curiosa, mientras todos se aglomeran en las puertas. Escucho la misa. Lo hago y no, como tantas veces en que debo llegar a casa a repasar las lecturas. Ya se volvió costumbre. Una terrible, si me pongo a pensar. Precisamente eso: Ponerme a pensar.

Los confesantes forman una larga fila, justo al lado de donde estoy.  Se nota que es Domingo de Ramos. Sobreviene la culpa en el ambiente; dentro de mí también, claro. Y una cosa sí escucho: el Evangelio. Que a Jesús lo arrestaron y los discípulos huyeron, que pasó la noche pidiendo: “Si es posible, que se aleje de mí este cáliz”; que tenía una tristeza de muerte, así mismo dice. Que Pedro lo negó… Después, llega todo lo humano: La sed, la sangre, el dolor. “Pobre”, pienso; cuando fue Él, precisamente, quien me salvó.

En el momento de la paz, encuentro un puesto junto a mi madre. Vemos a uno de los ayudantes del padre llorando, arrodillado en el altar, tras recibir la hostia. Quién sabe qué le pasa. Mejor dicho, qué le pesa. “Jesús, tú eres”, la canción. “la persona”. Y ahí estamos todos, “más importante”, mujeres, hombres, ancianos. “En este lugar”. Cada uno desde su experiencia. “Rey de reyes”, desde quiénes somos, “señor de señores”. Y ahí está Él, “aquel”; rescatándonos una vez más, “que mi vida cambió”, de nosotros mismos, de nuestra maldad, impureza; cumpliendo sus promesas dos mil años después.

El que predicaba con parábolas y tenía doce apóstoles era, ciertamente, el Mesías. Así lo reconocieron nuestros antepasados cuando se rasgó el velo del templo y aún seguimos adorando a ese hombre ensangrentado, espinado y lleno de miedo; cargando una cruz que no era suya por nosotros, por cada uno de nuestros traumas y problemas, por los momentos en que hemos sido débiles, para que tengamos una experiencia de vida plena.

Cada vez que somos probados, está ahí, detrás, apostando por nosotros, por la semilla que sembró; como si fuéramos superhéroes, cuando es Él, precisamente Él… (¡Ahh! Permítame, tomo aire) Con el único fin de que sigamos mirando al cielo, diciendo: “¡Gracias!”, encontrando un perdón, elevando la mirada a ese Dios que no falla, pidiendo de rodillas, confiando. Me pregunto: ¿Será posible que la humanidad haya mantenido una farsa? ¿Que esta haya trascendido generaciones y continentes? Aparte, ¿desde una época sin la tecnología y las facilidades de comunicación de ahora?

¿Y los ángeles, exorcismos, posesiones, apariciones?
¿Y la Virgen, sus manifestaciones?
Y todavía nos preguntamos si Dios existe.
Salgo con mi madre, agarrada de gancho, a buscar el carro.
Sí, se nota que es Domingo de Ramos.

Elvira Hernández: poesía para salir de la zona de confort  

Por Guillermo Soriano

Los poemas de Elvira Hernández (Premio Nacional de Literatura, 2024), han circulado tradicionalmente por rutas tan inciertas como el propio paisaje cultural chileno. Pareciera que una condición tácita para valorar a un buen poeta es condenarlo primero al extravío y a la dificultad de acceso. Por fortuna, la antología «Los trabajos y los días» (Lumen, 2016) viene a rescatar de la injusta precariedad la obra de Hernández, poniéndola en manos del lector contemporáneo de manera tan impecable que casi despierta sospechas.

Elvira Hernández, seudónimo de Rosa María Teresa Adriasola Olave, ha desarrollado una poesía que se distingue por su compromiso social y político, así como por una constante exploración del lenguaje y la identidad cultural chilena. En esta antología leemos desde su icónico «La bandera de Chile» hasta «Pájaros desde mi ventana», obligándonos a una reflexión pausada, algo que parece fuera de moda en un país acostumbrado a titulares inmediatos y olvidos veloces. Sus poemas exigen volver una y otra vez sobre ellos, a veces golpean, otras acarician, y en ocasiones, simplemente nos ignoran con una ironía silenciosa, resistiéndose a las preguntas fáciles y superficiales.

En esta antología, se recopila de manera cronológica el trabajo de 35 años, presentando una búsqueda inquieta e irónica, cuestionando desde los márgenes, las certezas sociales chilenas. Su voz firme y crítica, oscila entre el sarcasmo político y una ternura discreta que surge en rincones y ángulos inesperados. En sus poemas, lo cotidiano se entremezcla con lo trágico, dejando en evidencia las contradicciones y absurdos que definen nuestra identidad nacional.

Elvira Hernández se instala con un lenguaje auténticamente chileno, en una tradición que reinventa y subvierte con una inteligencia rara y sutil. Su poesía pone al país frente a un espejo incómodo, recordándonos que la poesía no está para consolarnos, sino para sacudirnos de nuestra comodidad y empujarnos a pensar desde la ironía, el desencanto, pero también desde una luminosa esperanza.

Ciudad interior

No puedo ser otra que la pensativa del Patio de los
Callados, la llorosa del Parque de los Reyes,
la olvidadiza

Ni otra
que la que recoge papeles con sangre

Ni
Aquella que no quiere el balazo solipista
        porque nada desaparecerá

A ratos soy la misma, la Una, la del espejo
que camina con una araña en el ojal

la sombra
que se pegó al hombre que dobló la esquina
      y duele su cuello guillotinado.

****
Libro: Los trabajos y los días
Autora: Elvira Hernández
Año de publicación: 2016
Editorial: Lumen

No va a perder su tiempo

Por Lorena Arana

El gordito, cuento corto del escritor israelí Etgar Keret; en poco más de mil palabras, nos traslada a través de una narración surrealista, con romance de por medio, que surge entre el protagonista y otro personaje, el cual es el eje de todo y quien lanza al público directo al género fantástico. Es lineal en el tiempo y está escrito en segunda persona; lo cual considero que, como lectores, nos involucra de inmediato.

Arranca cuestionándonos: “’¿Sorprendido?”, así como remontándonos, instantáneamente, a nuestra propia intimidad: “Sales con una chica. Una primera cita. Una segunda cita”. Aquel tono cercano se alcanza de manera automática; al igual que el entretenimiento que brinda, refiriéndome a una obra que, fácilmente, se lee de un tirón, sin una pizca de aburrimiento y que se agarra de un secreto. Apuntar a la curiosidad del público es un truco fino. Gran comienzo y punto para el cuentista de este tiempo; mas no se queda en la estética, ni en la forma. Pues, es una obra que cala fácil en la psiquis, de esas que tienden a dejarnos pensando y pueden contar con variedad de interpretaciones, donde cada palabra se nota estratégica y muy bien pensada; sin dejar de lado que Keret jugó con sabiduría y, quizá, hasta ironía con nuestra mente, basándose en el factor sorpresa.

Al inicio, puede parecer una historia predecible y darnos la impresión de que somos más inteligentes que el autor. Sin embargo, cuando vamos, este ya viene y realiza una jugada maestra entre lo que resultaba tan obvio y lo absurdo, un nuevo integrante; llevándonos por un camino completamente distinto al que imaginamos; gracias a la inesperada reacción del protagonista, que altera por completo el curso de las cosas e, incluso, nos arrastra a hacernos ideas, preguntarnos qué haríamos en su lugar, qué tan real es lo que consideramos amor y, en general, todo el diálogo interno al que invita el tema de las emociones humanas.

Al inicio, el escritor también revela que al personaje le hubiera parecido poca cosa que su mujer, en algún momento, se hubiera “echado un palo con un animal, con un familiar” o por dinero, lo cual alude a sus escrúpulos, elemento vital en cómo se desenvuelve la obra. De igual manera, me genera curiosidad que el enano sea grosero “especialmente, con las mujeres”. Esa aversión me hizo pensar en complejos y resentimientos. Y, en general, el texto, en quienes no tienen claro lo que quieren o cómo se sienten, en homosexualidad, transexualidad, en gustos; en llegar a conocer tanto a una pareja que, en cierta forma, se termine desdibujando la imagen que se tenía al principio por una mucho más psicodélica, como termina siendo la misma esencia humana; en un pintoresco ideal de “tener lo mejor de ambos mundos”.

Se me hace un relato muy simbólico y la manera en que Keret cierra el texto, me lleva a concluir que, al fin y al cabo, se trata de una exótica apología al amor. Entonces, a quien quiera pasar un buen rato, descubrir la trama y sacar sus propias conclusiones, claro que le invito a leerlo. No va a perder su tiempo, si es lo que teme.

Libro: Un hombre sin cabeza y otros relatos
Autor: Etgar Keret
Editorial: Sextopiso
Año publicación: 2010

La capacidad de asombro 

Por Cristian van Kerkhoff

Un panorama que comencé a los 15 años y que he ido retomando paulatinamente una vez al mes, es ir al persa «Bio -Bio», o más bien, a los galpones de San Isidro o Víctor Manuel y calles aledañas, ubicados en la zona sur de la comuna de Santiago.

En algunos lugares es como si el tiempo se detuviese, en otras las nuevas tendencias están por doquier y también se suman espacios culturales, gastronómicos y musicales. Es tanta la variedad que sugiero ir con prioridades, sobre todo en cuanto al presupuesto. En mi caso, retomé hace casi un año el ir a «elegir con la pata» CD usados.

A veces en cajones apilados llenos de polvo, a veces sobre un mantel en el piso o a veces en un local establecido. La variedad, calidad y rareza del CD, la define muchas veces el precio, pero también qué tan busquilla y negociante es el coleccionista. Sólo para desmitificar, es un lugar que se puede transitar sin problema. Por supuesto, y quizás al igual que en muchos lugares, no es para andar con el celular todo el rato en la mano haciendo Tik Tok o jugando Pokémon Go. 

Personalmente, voy en bicicleta recorriendo un trayecto que me toma unos 15 a 20 minutos y que tal como si fuese un bosque, uno se va internando poco a poco en el folklore que envuelve el popular centro comercial. Se genera una sensación que mezcla nostalgia y sorpresa, en el que el tiempo se encuentra detenido varias décadas atrás, que nos permite encontrar figuritas o autitos con los que alguna vez jugamos en la infancia o reliquias propias de enciclopedias. A mí, lo que más me fascina de ir al persa, es no saber a ciencia cierta qué encontraré. Ir sin mayor expectativa y que el factor sorpresa haga lo suyo.

Muchas veces me preguntan cuando me quedo mirando una columna apilada de CD usados en un cajón, «¿Busca algo en especial?». Mi respuesta, varias veces no tan bien recibida o que incluso no verbalmente desfigura la cara de quien vende, es «busco sorprenderme». Pensando siempre en ese factor sorpresa y la capacidad de asombro que aleatoriamente pueda aparecer un día cualquiera.

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