[CUENTO] BOGO MARU

—Majestades, Altezas Reales, señoras y señores, dejo este podio al padre Aidan Murphy, Marutai Popola, ganador del premio de este año –dice el presidente del Comité Noruego, abriéndose en un amplio gesto hacia el homenajeado.

Otra ovación vuelve a inundar la sala, las imágenes proyectadas permanecen en la audiencia; en ellas, son cientos los niños africanos que, dichosos, juegan y participan en medio de las instalaciones de las granjas educativas de la Fundación Baile, en Nambia, columna estructural del legado del padre Murphy.

El octogenario sacerdote ha permanecido en silencio, ensimismado, con el rostro apoyado en su inmensa mano de tres dedos, la emoción parece haberle impedido ver las imágenes proyectadas; no se le ve cómodo, se sabe que no está allí por presión vaticana. A pesar de todo, se incorpora de su silla con vigor, con la mítica bravura que se le atribuye frente al león, ese que mutiló su diestra hace sesenta años, cuando intentó rescatar a una niña de sus fauces: la leyenda fundacional de Marutai Popola.

Es un hombre grande, en edad y porte, de movimientos pesados, pero rechaza la ayuda que se le ofrece para subir al podio; viste de frac, aunque ha cambiado la camisa blanca por el riguroso negro, y el lazo por el cuello clerical; entre las numerosas miniaturas sobre la solapa predominan los colores africanos. Demasiado elegante, dirán más tarde, ostentoso. Sus zapatos son, sin embargo, dos monstruosos botines de trabajo, sucios y gastados.

Antes de comenzar, se lleva a los labios un pequeño crucifijo de madera que apenas roza.
—Muchas gracias —dice con una voz profunda, mientras mira hacia la primera fila con una ligera venia, sin soltar el legajo del discurso ni detenerse en nadie. Comienza a leer—: Primero que nada, muy buenas tardes a todos, muchas gracias por estar aquí, acompañándome; sé que muchos preferirían estar en sus casas, viendo la transmisión en sus televisores, bebiendo un buen chocolate caliente, incluso arropados en sus camas, algunos… —Risas—. Esta parece ser una tarde excepcionalmente fría, aquí, en el Ayuntamiento de Oslo, —La pantalla gigante muestra un panorama de la audiencia en un elegante barrido horizontal que se disuelve en fundido encadenado con el rostro de Alfred Nobel acuñado en oro—, me dicen que diciembre ha comenzado más crudo que nunca. —Y tiembla, pero no de frío.

»Más de alguno —se toca el cuello clerical— habrá notado esto con molestia; —Se lo quita, lo contempla unos segundos y se lo mete en el bolsillo. Dos sacerdotes italianos inclinan sus cabezas al unísono, en la cuarta fila, y un murmullo respetuoso recorre la sala—; pues bien, anoche me despertó una llamada urgente (con cuatro horas de vuelo chárter, sin escalas, no sé cómo escuché la campanilla). —Carcajadas—: Era el Secretario Vaticano, en Roma no quieren que vuelva a usarlo; —Autoridades incómodas sacadas de primer plano, silencio—. Está bien, no cambia nada, es sólo un símbolo; para mí, una señal de que este premio no alimentará la especulación en las arcas romanas, sino el apetito de alimento y educación en Nambia, donde urgen, ¡con mis “salvajes muchachos”! —Explosión de aplausos espontáneos.

»Pero no he venido desde tan lejos para hablarles de esto; mucho menos, a incomodarlos.

»Cuando en 1962 aterricé en Nambia, tenía yo, digámoslo, los sueños algo desordenados; no habían aquí —se toca el pecho, donde cuelga el crucifijo — más que ansias de aventura, de desahogo, y la intuición de una frontera entre el bien y el mal tan difusa, que aún me aterra pensarlo. Por entonces, no era yo más que un joven misionero irlandés de ojos claros, arrancado de las calles de un Dublín siempre convulso, gris y húmedo, arrojado a la luz del sol, a la libertad y precariedad de otro mundo; puesto allí, justo en medio de esa marea colorida, “lasciva” —el adjetivo se le ha colado, no está impreso — y bullente.

»No mentiré, “pequé” desde un principio: —El verbo tampoco es el correcto,

Murphy lo atribuye primero al sudor condensado en sus lentes; muchos, en cambio, a su conocida mordacidad, y sonríen; la mayoría se acoge al resquicio de la sordera por recato. Pero el sacerdote sabe que se le ha entendido todo hasta la última fila; mientras seca sus gafas, se toma el tiempo de observar cada reacción en la audiencia, ha vulnerado el límite, ahora puede ir más allá, y enfatiza—: “pequé”, pequé, ¡pequé!; pequé de incauto, de excelsa bondad o estupidez; me entregué a mis ovejas en cuerpo y alma, sin reservas; y esa forma de entrega, señores, señoras, suele ser la ventana predilecta del diablo.

Una tos contenida detona en ecos desperdigados que amplifican el silencio de la pausa. —Veo que vuelvo a incomodar a algunos. —Sonríe travieso, como un niño de ochenta años, pasea sus ojos claros por el borde superior del marco de sus gafas, de lado a lado—. A nadie le gusta hablar de este sujeto, del diablo; resulta tan tranquilizador negarlo, aprovechar la zanja abierta y dejarlo allá lejos, bien bien abajo. Si consigue inquietarnos con el simple echo de pronunciar u oír su nombre, habrá que reconocerle, al menos, ese mérito.

El viento abre una puerta de golpe en algún rincón de la gran sala del consistorio; el sobresalto rompe la tensión suspendida entre la audiencia, pero Murphy no acusa digresión alguna, permanece imperturbable; entonces llega a su rostro una brisa efluente de aquella corriente de aire, un aroma disipado que el sacerdote reconoce de inmediato: sándalo, la flor nacional de Nambia, la misma con que perfumaba a Bitbinimí, la pequeña alegría de su primera aldea, su paje, su monaguillo, la piel de su encanto.

Una mariposa sobrevuela las cabezas de sus altezas reales y Murphy regresa con cinismo al legajo impreso, sobre el atril; el cristal empañado de sus gafas no es un obstáculo.

—El diablo existe, autoridades, mentes de ciencia, estimados artistas e intelectuales, y no es de extrañar que ahora mismo estén surgiendo, en cada uno de ustedes, imágenes de ese primer encuentro con su rostro de piel y ojos humanos. Pues bien, yo le conocí en Nambia, hace exactamente sesenta años; tenía nombre de coleóptero nambí y las piernas desnudas del más pulcro y esbelto barro. —Algunos asistentes se ponen de pie, fuera de todo protocolo, para abandonar la sala; se escuchan algunas voces femeninas, proclamas apagadas y dispersas, gritos sofocados; intervienen discretos agentes de traje y corbata para ordenar la sala, mientras el homenajeado bebe un lento y tembloroso sorbo de agua.

La provocación se le ha ido de las manos, pero mira el discurso impreso con sorna, se siente fuerte fuera de lo programado. Por primera vez en su vida, el embrujo de su carisma parece fisurarse, como si el engaño cediera
irrefutable ante la verdad que le libera, como si la coraza perfecta se desprendiera y, cual manto de seda, cayera, deslizándose con toda suavidad hasta arrebujarse sobre sus zapatos.

De pie frente a los asistentes, ese tribunal no tan imaginado, se aferra al atril con vehemencia; firme sobre el estrado, como tantas veces sobre el altar, con fuerza, como si pudiese impedir que aquel púlpito se deshaga entre sus manos.

Entonces, la mariposa reaparece junto a él, revolotea junto a su hombro un rato y se posa sobre su diestra amoratada; se la sacude invadido por un terror oscuro y la aplasta, sobre la alfombra, bajo su zapato. Una gota de sudor se descuelga sin dificultad entre sus cejas excesivas y desmesuradas.

El director no sabe qué cámara enviar al aire, ha mostrado todo lo que no debía. Cobra protagonismo el nítido primer plano de un inmenso florero de agapantos, el lirio africano, con el homenajeado al fondo, en desenfoque gaussiano.

El octogenario se resiste, con porfía; siente la boca seca, pero se pierde en los destellos que el foco sobre su cabeza replica al interior del vaso de agua; son destellos hipnóticos, como los de aquella tarde en las riveras del Montú, cuando sus «niños salvajes» le enseñaban que la alegría podía tomar las formas del agua, durante los juegos y el baño, y que el gozo de la felicidad podía esconderse también en la piel y los cuerpos del diablo. Al pasar de página el legajo se desarme y caen sus hojas como naipes marcados de una mala baraja.

—No he querido incomodarles —repite, miente, insiste; intenta retomar, sus papeles, el discurso, pese a que la ceremonia se cae también como un castillo de cartas. Mira con cierta inocencia, resignado al personaje que ha sostenido y le sostiene, y suspira, como sacando aire de un globo pinchado —; me cuesta entender que siga aquí, ni en mi mejor pronóstico alcanzaba yo este párrafo. —Vuelve a ponerse los lentes y baja la mirada al discurso impreso con soberbio histrionismo.

»El Diablo visitó mis sábanas, no una noche, sino cada hora de soledad y desencanto; tomó el cuerpo de Bitbinimí (“mariposa negra”, en dialecto nambí), el de Zembú (“ojos del fulgor de las estrellas”), el de Kentá (“monte sagrado”), el de Turdungún (“fuerza varonil de la gacela”) y el de tantos jóvenes más cuyos nombres, no sus rostros, no sus cuerpos, escapan profanos a la memoria de este anciano».

Murphy siente languidecer la poderosa musculatura de sus piernas; una luz roja sobre la cámara que antes lo acosaba le indica ahora que la transmisión en vivo se ha interrumpido; necesita sentarse, pero nadie quiere acercarle una silla. Algunos reflectores parpadean y, en sus intervalos, descubre que las butacas de la primera fila han pasado a ser sólo un puñado de elegantes muebles vacíos; se queda contemplando un cojín hundido, sin memoria suficiente para restablecerse a sí mismo, como el espacio que dejó en su alma la niña mariposa.

Una lágrima, invisible como la brisa, recorre cada pliegue de ese rostro incendiado por los años y por el sol de África.
—Marutai Popola, —«Padre Bueno», es la voz de Bitbinimí, la dulzura de su tono agudo y gastado, brotando por entre las fisuras resecas de sus gruesos labios oscuros—; Marutai Popola, bogo maru…—«Padre Bueno, toma mi mano», en las fauces del león desgarrada; y él, de rodillas frente a ellos, entre jirones de carne y ropa, entre la sangre y las alburas de tendones, huesos y colmillos, aferrado con desesperación al pequeño crucifijo de madera, ese que intenta arrebatarle al animal, a ella, a ese par de inocencias conjuradas para silenciar las bravuras de un cobarde. Un hombre de color le grita furioso desde la tercera fila, pero es algo que él ya no entiende; «la ignominia es otra lanza del diablo», piensa, descree.

—Marutai Popola, bogo maru —repite casi inaudible ante la audiencia, con la mirada perdida en el continente negro, en cada crimen repetido que no consiguió sepultar junto a ella, su favorita, la primera. Se desploma y se retuerce en el piso, la alfombra roja es un suelo infértil de malezas ásperas y polvorientas; junto al escenario están ya apostados los agentes de la policía nacional esperando la orden de aprehensión. Puede sentir la asfixia, el dolor en su brazo, en el pecho, pero nadie se atreve a tocarle. Es demasiado tarde cuando los agentes se resuelven a apresarlo, su visión se nubla y el sudor que le helaba se entibia ahora bajo los rayos del sol de la sabana. Murphy está de regreso en Nambia y es Bitbinimí quien llega a auxiliarlo, quien le tiende su pequeña mano, mientras resplandecen sus ojos, sus dientes y su breve vestido blanco; con sus pies descalzos y aquella sonrisa arrebatada a los ocho años, lo mira enamorada, con un amor tan distinto al que él le juró esa tarde, cuando colgó de su cuello el pequeño crucifijo de aliso, cuando la convenció de entrar juntos en el área restringida del parque safari.

—Marutai Popola, bogo maru. —No puede tomar su mano, le faltan el pulgar y el índice; se escurre entre esos dedos infantiles la paz que creyó ganar por las garras de una bestia.

Autor: Rafael Momares de los Reyes

Chile, 2020

Publicación anterior

[POEMA] MOMENTO

Publicación siguiente

[CUENTO] EL PÉNDULO

Más reciente en esta categoría

[POEMA] EPITAFIO

No quiero que nadie me recuerde protegido en tibiezas, en la comodidad que brindan los privilegios,…

[POEMA] MOMENTO

Momento de atmosfera voluble, cielo perdido en lluvia El sillón aguarda el descanso del mero ocio…