Revista Destiempo

Évelin, la artífice del helado

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Por Lorena Arana

Cuenta la leyenda que, en la Sucursal del Cielo, existe una mujer capaz de congelar la tradición gastronómica colombiana en el tiempo, quien nos salda a diario la deuda que tenemos con nuestros ancestros; con los cocineros de antaño, de fogón de leña, de la creatividad macondiana en la mesa… Y que, aunque se derrita, el hechizo lleva ya catorce años.

Arranco a escribir esto con el sabor a limonada y cardamomo en la boca, el de papachina con nuez moscada en la mente, el de maíz tierno en los días de mi infancia. Porque hay momentos en que la lengua acaricia una textura, las papilas se excitan y transmiten un mensaje a los nervios gustativos, el cual llega directo al cerebro. ¿Y es ácido, dulce, salado? ¿Y si no sabe?

“Nosotros no rescatamos la herencia porque no se ha perdido; pero, por lo menos, la congelamos y la volvemos helado”, me dice Évelin Amelia Potes Pérez, creadora de sabores en Lengua de Mariposa, la heladería artesanal a la que dio vida en 2011, después de traer la idea, en 2007, desde Argentina, en forma de tesis de grado de su carrera de Gastronomía.

“Yo empecé extrañando lo elemental, lo que tenemos a mano; que es un mango, un carambolo, un chontaduro”, cuenta esta caleña joven, casada y madre de dos hijos, que se encuentra sentada en una de las mesas de la antigua casa esquinera en el barrio San Antonio que solía ser su hogar y ahora es el recinto donde experimenta las composiciones más exóticas de helados que tiene la ciudad; la misma que le roba la sombra a un árbol enorme, debajo del que se dan gusto los curiosos que se atreven a pedir un helado de lechona, hamburguesa o, tal vez, de café con pandebono.

Narra que, cuando vivió en Buenos Aires, durante alrededor de dos años, todos los días pasaba por una heladería y veía que los sabores eran pistacho, pomelo, frutos rojos, frutilla (fresa), chocolate y dulce de leche (arequipe). Y, de ahí, frutilla con chocolate, dulce de leche con pistacho, frutos rojos con pomelo. “Es decir, jugaban con los ingredientes y yo pensaba: ‘¡Son demasiado patriotas! ¡Hacen una fiesta con lo que tienen, lo muestran y lo venden!’”.

Relata que, hasta ese momento, solamente conocía las marcas industriales de helado, pero ignoraba lo que era uno artesanal. “Vi que, en aquel sitio, el de fresa era de fresa-fresa; que atrás, en la cocina, había un artesano que sabía cómo hacerlo”. De manera que comenzó a investigar y tomó clases de heladería en la escuela. Preparó uno de vino tinto, que pudo combinar con otras sustancias. Se atrevió a ensayar, por primera vez, con la máquina del lugar y manifiesta haber quedado fascinada, al punto que anhelaba venir a hacer helado de mango y de borojó.

En el momento de acercarme a la vitrina, junto a otros clientes, la vendedora principia una lista de sabores encriptados en nombres peculiares, al nivel de: “Alegría de burro”, como los dulces típicos caribeños; “Mamá soltera”, mango, maracuyá, coco y ron; “Cucas and cream”, batido de leche con galleta negra; “Frida”, aguacate, nachos con limón y chorizo; siendo lo mejor del caso la posibilidad de probarlos. Y es ahí cuando llega la sorpresa: la inesperada y explosiva sensación que borra cualquier expectativa y lo invita a uno a escoger la propuesta, en apariencia, más indecente. En dicho momento, se comprende que no todo entra por los oídos; sino, más bien, por la lengua; por la de mariposa, si es preciso, que ofrece a diario doce de sus doscientas ochenta variaciones al público.

De manera que elijo: Un cono de “Marianita”, que, para ser exactos, es marranita; acompañado de “Atrato”, café y chocolate con canela. Me siento, me entrego a mi invento. Pruebo la marranita en helado y, realmente, sabe a tal, aunque de una forma jamás pensada. ¿Cómo explicarlo? Mastico el chicharrón con placer. Se me resetea el gusto y me vuela la mente; como la vez que me aventuré con el de mazamorra; bebida que, al sol de hoy, cosa extraña, no disfruto; el de apio con salsa de camarones y, aquel día, incluso, el de cazuela de mariscos.

¡Hmmm!

El nombre, asimismo, lo traía Évelin desde el país gaucho. Se inspiró en el largometraje español de 1999 La lengua de las mariposas, dirigido por José Luis Cuerda, cuyo tema es la educación en dicha nación durante el franquismo.

Incluso, en una pared al fondo del local se exhibe una foto fija del filme. La chef relaciona esta problemática con la realidad de nuestra nación. “Siendo un pueblo rico y diverso, carecemos tanto en estudio, cultura y salud. También nos falta el espíritu revolucionario como comunidad, el mismo que plantea de una forma muy bella la película. Además, la lengua de la mariposa es la que va al almíbar más puro, que es el de las flores, y yo trabajo con los productos más puros de Colombia. Es como decir: ‘soy revolucionaria a través de los sabores’”.

Sin embargo, al volver a Cali y empezar a darle forma a su sueño, se encontró con un detalle hasta el momento insospechado: el alto costo de las máquinas para hacer helado artesanal. Logró obtener una muy pequeña, que producía un litro cada cuatro horas. Se arriesgó, dice, y sacó el de borojó, mandarina y el de tamarindo; los cuales volaron en el recién inaugurado restaurante. Y, no únicamente en ventas, sino en calidad.

Para dicha época, en 2014, el negocio, aparte, tuvo una “metamorfosis”, como le llama; ya que iniciaron vendiendo, asimismo, empanadas, almuerzos y otros platos típicos, intentando sostener la marca; pues, “no solo se podía vivir del helado”. De manera que, junto a su equipo de trabajo, eliminó los fritos y la comida de sal de la carta. “Dijimos: ‘vamos a quedarnos solamente con los helados’ y conseguimos una máquina nueva, capaz de fabricar tres punto cinco litros por hora”, manifiesta.

En aquel momento, la maternidad y sus misterios, paralelamente, actuaron en pro de la causa. “Yo estaba en embarazo de mi segunda hija, Kenia, y me entró un antojo. Le dije a John, mi esposo: ‘Tengo unas ganas de un batido de maracuyá con jengibre. Y a eso pongámosle cerezas”. Cuál sería su sorpresa al comprobar que la mezcla era una delicia, como también la calificó su familia. Y, con el fin de convertirla en helado, la Profesional en Artes Culinarias se dedicó, pacientemente, a definir la fórmula exacta, “porque los helados tienen formulaciones muy matemáticas”, declara. Finalmente, y aunque la locación se encontraba en remodelación, se aventuró a probar la nueva máquina con aquella receta, a modo de pócima mágica; que terminaría bautizada con el nombre más afín: “Corazonada” y siendo uno de los elementos icónicos del lugar.

De hecho, antes de otorgarle ese último detalle, la gente se resistía al resultado. Y, debido a tal, John, que además es su socio desde 2009, le sugirió no revelarles a los clientes de qué se trataba, sino únicamente darles a probar. Así lograron entrarle al mercado con el singular producto y comprendieron la importancia de los nombres; puesto que, de ahí en adelante, Évelin ha sido la creadora de sabores y él los ha codificado en todo tipo de denominaciones.

Respecto a las formulaciones, reconoce que, con la del de chontaduro, “cogió callo” de tanto ensayo y error. “Unas veces, quedaba súper duro; otras, con muy poquito sabor al fruto, hasta que logramos una buena textura. Fue muy difícil que tuviera la cantidad exacta de sal, de miel y que no se opacara la esencia original”.

Manifiesta que, cuando va a sacar una nueva opción para el menú, previamente, piensa mucho en las combinaciones; verbigracia, en si va a ser picante o qué quiere resaltar. Asegura que hace muchas hipótesis en su cabeza previo al momento en que revela la receta final; que el azúcar actúa como anticristalizante; que, para que sea un helado artesanal, tiene que haber balance entre las cantidades de sólidos y fibras. Y que, si es con lácteos, se debe procurar que la crema de leche tenga un porcentaje de grasa específico.

Es que, aparte de la lectura y constante aprendizaje que mantiene sobre el arte culinario, el superpoder de Évelin parece radicar en su mente y activarse, por ejemplo, al probar algún nuevo manjar que le toca las fibras. Entonces, de manera automática, emana de ella el deseo de fusionarlo con otro que ya conoce, con un fruto o especia en particular que le llega al pensamiento en el momento preciso y que termina empatando a la perfección; después del proceso de producción, en el instante en que, por fin, alcanza su paladar, el de su familia, colaboradores y, claro, el de los clientes.

Para muestra, menciona que, al viajar, ama “conocer el núcleo de la verdadera cocina colombiana”; que, recientemente, por ejemplo, dio con la chucula en Cundinamarca (bebida a base de una mezcla de granos como maíz, haba, cebada, y arveja) y las garullas en Boyacá (bizcocho parecido a la almojábana, pero con crocante de galleta, queso y licor). “Me encanta meterme a la cocina dondequiera que voy, ir a la raíz”, asevera.

Retomando el helado de chontaduro, Évelin cree que el de Lengua de mariposa fue el primero a la venta. Y no ha sido el único. Sin embargo, frente a la realidad de que ahora otros establecimientos comercializan sabores que, en principio, fueron su creación, opina: “No somos egoístas con eso. Antes, nos interesa que, si aquí sacamos por primera vez el de viche o arrechón y ahora se está vendiendo en otras partes; pues, en honor a nuestra cultura, queremos que se distribuya en todo Cali, en todo el país y en el mundo. Si podemos ser una cuna creativa, no tenemos ningún problema”.

Y es, quizá, ese pensamiento el causante de tanto éxito, tratándose hoy de una marca que ha logrado, en el pasado, incluso, tener varias sedes en el sur de la ciudad; al igual que más de cincuenta mil seguidores en Instagram. Su locación se ha convertido en una parada obligada para cualquier turista; bueno, no cualquiera, uno osado, como Évelin, la chef a la que no le da miedo servir un helado de sancocho, aborrajado o uno de ajo, sofritos, pimentón ahumado o naranja con cebolla; componentes que, incluso, la llevaron, en 2024, a la Filbo, como invitada para cocinar en vivo en la carpa “Colombia a la mesa”.

Évelin se despide de mí y se dispone a retomar sus ocupaciones; a refugiarse, de nuevo, en su santuario. Hace calor en La Sultana del Valle. Suerte que lo auténtico no se derrite. Solo es una jornada más en Lengua de mariposa y yo me voy con un buen sabor de boca.

Dublinesca: elegía de un editor que se niega a salir del libro

Por Guillermo Soriano

En Dublinesca, el escritor español Enrique Vila-Matas nos presenta a Samuel Riba, un editor retirado que jamás publicó al gran genio que imaginaba descubrir. Su vida, marcada por la literatura y el desencanto, se encuentra suspendida entre la nostalgia de un oficio que se desvanece y el peso de un presente que no logra entusiasmarle. Con la excusa de un viaje a Dublín para rendir homenaje a Joyce en el Bloomsday, Riba se embarca en una última cruzada cultural que, como todo en su vida, es a la vez grandilocuente y un poco ridícula. El libro es un desfile de referencias literarias, conversaciones sobre el fin de la era del papel y reflexiones sobre lo que significa ser un hombre cuyo mejor momento ya pasó… o tal vez nunca llegó.

Vila-Matas construye a Riba como un personaje entrañable en su patetismo, con una lucidez que no le sirve para resolver su propia vida pero sí para examinarla con un humor seco y certero. La ironía está siempre presente: Riba, que vive rodeado de libros y discursos sobre el ocaso de la literatura impresa, parece no advertir que él mismo es un símbolo de ese ocaso. Uno podría pensar que exagera el lamento, pero basta con observar cómo el mundo editorial se adapta al mercado digital para entender que no es puro teatro.

Recuerdo que le presté este libro al abuelo de mi pareja en su penúltimo año de vida. Pensé que le iba a gustar, y efectivamente le gustó. Lo leyó con la calma y la atención de quien sabe que ya no tiene prisa para nada. Un libro de un hombre que sabe que se está despidiendo, pero no quiere admitirlo del todo. Creo que ahí está el corazón de Dublinesca: una despedida que se disfraza de viaje literario, un brindis final que se pronuncia con la copa medio vacía, y un personaje que, aunque sabe que la fiesta se acabó, se queda un rato más en la mesa, por si acaso alguien decide contar una última buena historia.

Autor: Enrique Vila-Matas
Libro: Dublinesca
Año de publicación: 2010
Editorial: Seix Barral

La revolución de los rotos: una lectura de Los siete locos de Roberto Arlt

Por Guillermo Soriano

Si Roberto Arlt hubiese nacido en esta época, quizás lo hubiéramos visto en alguna esquina de TikTok lanzando monólogos febriles contra el sistema. Porque si algo tiene Los siete locos, además de personajes que parecen salidos de una pesadilla expresionista, es una actualidad que incomoda. O mejor dicho, que arde.

La novela, publicada en 1929, sigue los pasos de Remo Erdosain, un tipo que, tras ser acusado de robarle plata a su empleador, cae en una especie de descenso por los suburbios físicos y morales de Buenos Aires. Endeudado, abandonado por su esposa, y con la lucidez emocional de una rata arrinconada, Erdosain es uno de los tantos antihéroes de Arlt: un hombre humillado por la vida que, sin embargo, no deja de preguntarse por el sentido de todo este absurdo. Su salvación —si es que cabe el término— llega en forma de invitación: un proyecto revolucionario, a cargo de un personaje aún más desquiciado que él, el Astrólogo, que sueña con fundar una sociedad secreta para derrocar el orden establecido. ¿Cómo? A través de burdeles, fábricas de veneno y mensajes mesiánicos. La revolución, al parecer, se hace con lo que hay.

Y es ahí donde Arlt nos gana. Porque no se trata simplemente de una novela con tintes de locura, sino de un retrato brutal del desamparo, de la mediocridad estructural, de una clase media que no encuentra su lugar ni arriba ni abajo, y que empieza a coquetear con la violencia como única forma de existencia. En ese sentido, Los siete locos es un espejo sucio pero necesario. Hay algo profético en la manera en que Arlt entiende el germen de las catástrofes sociales: no vienen de ideologías sólidas, sino de almas quebradas que un día deciden prender fuego a todo.

Arlt no escribe con la elegancia de Borges. Es torpe, a veces desprolijo, pero visceralmente honesto. Y en esa honestidad se construye una voz literaria que no busca complacer al lector, sino sacudirlo. Los diálogos son filosos, las reflexiones oscuras, los personajes ridículos pero trágicos. Cada página es un zarpazo.

Los siete locos no es un libro fácil, pero es un libro urgente. Nos habla de un país roto desde la cabeza, de una modernidad que prometía progreso pero entregó alienación, y de individuos que, incapaces de comprender el sistema, deciden fundar el suyo propio. Uno donde el fracaso es la norma y la locura, un método.

Y después nos preguntamos por qué Arlt sigue siendo tan incómodamente actual.

Crítica literaria: Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano

Por Guillermo Soriano

Hay algo inquietante en leer un libro firmado por otro Soriano, más aún si también fue periodista. Como si un primo lejano, que nunca conocí, se hubiese adelantado varias décadas para dejarme una novela que mezcla el periodismo, la literatura y el delirio con una soltura que me hace dudar si fui yo el que llegó tarde, o si él simplemente se robó todos los trucos familiares antes de que el resto pudiera heredar algo.

Triste, solitario y final no es solo una novela. Es un gesto descarado de Osvaldo Soriano: el tipo agarra a Philip Marlowe —el detective creado por el escritor estadounidense Raymond Chandler— y lo mete en el Buenos Aires setentero, decadente y tanguero, como quien lanza un gato inglés a pelear en una villa porteña. Y, como era de esperarse, Marlowe termina golpeado, confundido y, por supuesto, triste, solitario y con un final no precisamente feliz.

El verdadero truco está en cómo Osvaldo se mete a sí mismo como personaje. ¿Ególatra? Quizás. ¿Divertido? Definitivamente. Ambos —el joven periodista argentino y el detective— se lanzan a investigar la decadencia de Stan Laurel, el famoso actor del dúo «El Gordo y el Flaco», quien vive olvidado en Los Ángeles. Como periodista, nunca he considerado meterme de lleno en mi propia historia, y mucho menos acompañar a un detective gringo en busca de una actriz olvidada. Pero Soriano (el otro) lo hace sin pudor, con una autocompasión disfrazada de ironía, y con un humor que se mueve entre el absurdo y la melancolía como si estuviera bailando un tango borracho a las tres de la mañana.

La novela es también una sátira de ese mundo que muchos periodistas conocemos bien: el de las falsas glorias, los ídolos caídos, los tipos que alguna vez fueron alguien y ahora no pueden ni pagar la cuenta del bar. Es una ciudad infestada de fantasmas mediáticos y políticos, y Osvaldo, con una ironía que huele a tinta y a café frío de redacción, nos pasea por ella como si quisiera demostrarnos que, en el fondo, todo reportero es un detective fracasado.

¿Es la novela perfecta? Para nada. Tiene momentos en que parece que ni el autor sabía a dónde iba. Pero como buen cronista, se las arregla para hacernos disfrutar del camino, aunque esté lleno de baches, humo de cigarro y personajes que parecen salidos de una pesadilla peronista con narrador yanqui.

Triste, solitario y final es una obra rara, entrañable, medio desequilibrada —como un periodista que escribe ficción sin dejar de pensar en la próxima nota. Una advertencia: si otro Soriano vuelve a escribir una novela así de inclasificable, que por favor me avise. Así me adelanto yo esta vez.

[Poema] Donde estés, mi niña

Por Jorge Rutherford Krefft

Un catorce de julio llegaste a mi vida,
pequeña esperanza, razón de partida.
Tus ojos brillaban, tu llanto era canto,
y yo, sin saberlo, ya te amaba tanto.

Un día sin aviso te arrancó el destino,
dejando en mis brazos solo el desatino.
Te busco en las fotos, te invento en mi voz,
mientras calla el mundo lo que fuimos los dos.

Se fueron los días que nunca llegaron,
y sueños contigo que me arrebataron.
Me dejaron con vida, pero sin abrazarte,
con los brazos vacíos y sin cómo encontrarte.

Te pienso en la brisa, en cada estación,
en tardes sin rumbo, en cada canción.
Aunque hoy la distancia me impida abrazarte,
mi alma no deja jamás de buscarte.

Me duele no verte, no oír tu andar,
no ser el refugio al que puedas llegar.
No sé si el destino te hará regresar,
pero aún en la sombra, te vuelvo a encontrar.

Anhelo los juegos que no compartí,
las tardes, los cuentos que no viví.
Aunque haya distancias, dolor y frontera,
mi amor por ti sigue firme y sincera.

No sé si recuerdas mi voz en tu oído,
o aquel primer beso que nunca se ha ido.
Pero aquí en mi pecho tu nombre resuena,
como una promesa que nunca se frena.

Aunque duela el alma y no pueda gritar,
yo sigo en la tierra, me niego a parar.
Con cada caída me vuelvo a alzar,
forjando el camino que vas a encontrar.

No te espero.
Te llevo.
Aunque me faltes cada día.

El Doctor Pellizcos

Por Lorena Arana

Hace algunos años, estando en la celebración de la Primera Comunión de mi sobrina, en Cerritos, cerca de Pereira, surgió un rumor bastante peculiar: el de la existencia de un doctor, en Manizales, que se decía capaz de curar cualquier mal a punta de pellizcos. El asunto, además, era contado con conocimiento de causa por una familiar de mi cuñada, que aseguraba que su hija, al igual que muchos otros, se había curado de alguna dolencia después de experimentar, en carne propia, el poder de dichos apretones, de aquellos dedos y de aquellas uñas.

Como si fuera poco semejante historia, no transcurrieron más de dos días antes de escuchar a mi tía Helena gritar emocionada: “¡Conseguí el teléfono del doctor Pellizcos!” y, no obstante, nos subimos siete personas a una camioneta desde la capital de Risaralda a la de Caldas, rumbo a conocer a aquel hombre que tan extraña promesa hacía, a quien le expondríamos nuestra carne como inocentes cochinillos: mi primo, de unos cincuenta y tantos, un hombre de mucho carácter, fiel creyente de todo lo homeopático, alternativo y naturista; mi tía Olga, incapaz de hablar ni llevar a cabo de manera satisfactoria el resto de funciones a cargo de la lengua, los músculos masetero, temporal, ptreigoideo lateral y demás que encontré en Google y que tienen que ver con la deglución, a causa de dos lamentables accidentes cerebrovasculares; mi tía Helena, extraordinaria sobreviviente del cáncer de colon; mi madre, con un Párkinson muy disimulado y estable en esa época, más algunos dolores de cadera; la novia de mi primo de aquel entonces; una gran amiga de la familia, de nombre Amparo; y yo, cultivando, sin saber, la segunda temporada del Trastorno de Ansiedad Generalizada en mi cabeza, el cual, después, tendría suficiente tiempo para detonar y desplegarse a su antojo.

El doctor Pellizcos terminó siendo un señor de edad que vivía con su esposa en una casa pequeña sobre una calle empinada, de esas que cuesta cruzar, tal como se jugara la vida misma en ello. La primera en pasar a la consulta, habíamos acordado, sería mi tía Olga. Y, ante la expectativa, mi primo acordó con ella:

-Tía, si eso es breve, hágame así -indicando la seña de levantar el dedo pulgar para indicar que todo está bien- pero, si le está doliendo mucho, entonces, así -la clásica de levantar el dedo del medio-

Pasados unos segundos, mi pobre tía no hacía más que enseñarnos el anular, aparte de retorcerse y generar un montón de sonidos guturales que en absoluto le devolvieron el habla. El anciano se ensañó con ella un buen rato, especialmente con los pies y las manos, pues tales parecían ser las zonas donde el susodicho desahogaba sus mágicos poderes.

De ahí siguió mi tía Helena, cuyos gritos, a diferencia, fueron de lo más puros y desinhibidos. Para entonces, ya habíamos descubierto otro importante elemento: la risa; pues, en ningún momento previmos que observar a los demás mientras eran pellizcados fuera tan gracioso. Al fin y al cabo, cada uno acababa indefenso frente al curandero, a merced suya y, de alguna manera, el dolor y los gritos nos llevaban a un estado primario que no dejaba espacio sino para la burla.

Mi madre, siempre tan recatada, para nuestra sorpresa, no gritó. Hasta ese punto llegó su decencia. Se quejó, claro, aunque de una manera muy educada, lo cual hizo avergonzar aún más a mi tía después de sus quejidos, que, aparte, tenían la particularidad de durar únicamente durante la tortura al que el hombre la exponía, tal como si le dieran play y pause a una grabadora de las antiguas.

Mi primo, como ya mencioné su carácter (por así decirlo), no hizo más que echar madrazos e insultar al pobre doctor Pellizcos. Le dijo hasta misa a él y a nosotras, al intentar filmarlo; pues, el registro de aquel viaje se convirtió en un tesoro familiar.

Entonces, llegó mi turno. Y claro que dolió. Sin embargo, terminé teniendo casi tanta clase como mi madre, pues tampoco grité, aunque sí me doblé y gemí por montones. La duración de las sesiones, al parecer, dependían de la gravedad del paciente. En mi caso, más o menos, quince minutos. Una característica importante del doctor, que solo hasta entonces noté, fueron sus largas uñas, ya que sus pellizcos realmente consistían en enterrarlas en la piel hasta casi hacerla sangrar.

Un dato más, la tarifa: alrededor de treinta mil pesos por cabeza.

Después del mencionado espectáculo, ni la novia de mi primo ni Amparo se atrevieron. Y, extrañamente satisfechos por nuestra experiencia, emprendimos el viaje de vuelta a La Perla del Otún, en una sola carcajada, sin poder creer habernos aventado a dicho viaje surrealista, expuesto a tal situación; como si despertáramos de un trance, repasando una y otra vez cada momento; sintiéndonos un poco ridículos, pero contentos; planeando enviar a cuanto familiar se nos ocurría a donde aquel extraño médico y las supuestas razones que le daríamos; encontrándonos, en efecto, mejor que nunca después de la supuesta terapia; felices gracias al doctor Pellizcos, como seguimos llamando al hombre que, quizá, sí curó varios de nuestros males, pues comprobamos su verdadero poder: el de la risa.

Aníbal Malaparte y la asamblea de los fantasmas: punk, deseo y memoria al sur del abismo

Por Guillermo Soriano

Desde Xalapa, México y con el pulso de la contracultura, Aníbal Malaparte (1992) nos entrega en La asamblea de los fantasmas (Valparaíso Ediciones, 2023) una obra poética densa, filosa y visceral. En sus páginas confluyen la historia, la política, el deseo y el vértigo de ser contemporáneo en una región que arde en sus pasados.

Con una voz que no pretende suavizar el mundo, sino tensarlo, Malaparte convoca imágenes que se mueven entre la ternura y la violencia, la nostalgia y el colapso emocional. El sur —tanto geográfico como simbólico— aparece como espacio de fuga y de promesa, como herida aún abierta, donde los fantasmas de la historia no solo nos visitan, sino que nos habitan.

Los poemas no se ofrecen como consuelo. Son proclamas, fragmentos de insurrección lírica que hacen del caos un manifiesto estético. La ciudad de Xalapa se transforma en escenario y en personaje: niebla, jazz, escoria y poesía bajo la lluvia. En Xalapunk, uno de los textos más intensos del libro, el poeta se desborda en una carta de amor y furia a su ciudad, donde la lucidez convive con la incoherencia y la ternura con la demolición.

Hay referencias a la cultura postpunk, a la figura de Ian Curtis, a vínculos afectivos desarmados, a encuentros y desencuentros que dejan cicatrices más que memorias. Todo bajo una estética sonora, cortante, casi performática. La palabra busca herir, conmover, hacer tambalear.

La asamblea de los fantasmas no solo es un libro: es una experiencia. Una descarga poética que interpela y arrastra, que le habla tanto al insomne político como al amante quebrado, al militante de utopías y al que se abandona en la música, en la noche, en la derrota.

En palabras del propio Malaparte, quien también es historiador y practicante de artes marciales: escribe poesía y construye bombas caseras. Y eso se nota. La poesía como artefacto explosivo. La literatura como forma de resistencia. La voz de los espectros, de los márgenes, de quienes siguen insistiendo en imaginar otros mundos posibles.

Viajemos al sur

Viajemos al sur,
mar austral de gritos insomnes,
caña, telegramas inaplazables;
volemos, cual bandada de patos
que en otoño vuelan
hacia la promesa de un cálido verano.

Viajemos al sur,
evocando negro y rojo barro,
últimos fandangos, selva y guerrilla;
historia que no es nuestra, pero puede aún serlo.

Viajemos al sur;
no importa que no sepamos donde está,
los patos tampoco lo saben
viajan sin saber como pero conocen hacia dónde.

Viajemos al sur
como camaradas
antiguos amigos
libres y salvajes.

Un pasado desbocado en infinitos

La miré primero con esa mirada que es algo más que el
verbo de los ojos.
Marcel Proust

Su voz no era aire,
                              lengua
                                     y cuerdas vocales,
sino un eco incansable,
el hierro que te había cercenado,
cristalina luz inerte
que cantaba con una ternura
que te vulneró más que cualquier escarnio.

Viscosas sombras te envolvieron
como abrumados aleteos en el pecho,
de ácido corroyendo tus venas…
No necesitaste mirar para saber quién te habló
pero tus ojos se elevaron inexorablemente,
reconociendo el mismo rostro,
con el doble de ojeras y el mismo exiguo bilé rubí
pero innegablemente familiar, que te observaba,
como una caricia a medio formar apuñalándote.

Te miró y el vértigo de sus agujeros negros
confirmo su identidad,
atisbando una reflejada cordura carcomida
que fulguraba como cristales rotos,
indescifrable misterio sobre a quién pertenece
tal vez a ella,
tal vez a ti,
quizás a ambos.

No fue dolorosa pero sí punzante,
la familiaridad con que te llamó,
ni la rapidez con la cual respondiste,
no tenías otra opción,
ni la buscaste.

Xalapunk

Hay algo de esto en todos nosotros, en esta lucha, en este caos en
que estamos metidos, vivientes y fantasmales a la vez, sin dormir,
lúcidos y opacos, cada quien personaje de sus propios sueños y de
los sueños de los demás.
José Revueltas

Xalapunk, mutante ciudad de niebla,
escucha mis palabras de amor
Xalapa de jazz en las azoteas,
maravillosa escoria sin rendirse,
pedas caseras, librerías de viejo,
preguntas sin respuestas
maldice mis proclamas
¡pero préstame atención!

Yo sé que estoy loco, pero eso ahora no importa
hay un millón de motivos para ignorarme,
pero ninguno de ellos vale la pena,
no son fuego ni gasolina.

Xalapánico de mis amores y ligueros de encaje,
eres campo de batalla, condenadas esperas,
revólver de ámbar y cuarzo,
poesía bajo la lluvia de noviembre,
incoherente agonía ante cualquier redención.

¡Escucha mis palabras!
mientras tú me destruyes
¡yo te eternizo!

*****

Autor: Aníbal Malaparte
Libro: La Asamblea de los Fantasmas
Editorial: Valparaíso Ediciones
Año publicación: 2023

Mickey Mouse

Por Lorena Arana

Arribamos al lugar. Se bajan mi cuñada, mi madre y Consuelo. Mi hermano y yo vamos a buscar parqueadero. Regresamos caminando, entramos. Se llevan a cabo dos en simultáneo, uno al lado del otro. Asuntos del azar.

Llegamos hasta uno de ellos. Encontramos a doña Luz destruida, derrotada. Me saluda, le digo una que otra cosa. Abraza a mi hermano, llora despojándose de toda fuerza, como una olla a presión, desde los sueños que ha tenido que apagar a la fuerza en las últimas horas. Él también se nota afectado. Tiene una niña de once años, a quien ella le ha ayudado a criar. Mi madre, mi cuñada y Consuelo lucen transformadas. Mucho ha pasado por sus mentes, ojos y bocas desde que se bajaron del carro.

Saludo a los padres; adoptivos, de hecho: su tía y el esposo. La madre biológica no se encuentra en el recinto. Los siento incómodos con mi presencia. No los culpo. En ese momento, hasta la vida misma les incomoda. Paso por la sala de al lado. Otra menor, diecisiete años, leucemia. La madre es solo un cuerpo, su mente va lejos. Se halla medio muerta, falta de todo, sobre un mueble. Hablo con un par de personas. Regreso. “¿Quién es Lorena?”; me contaría, después, mi mamá que preguntaba la de doña Luz. Ese día conocí al esposo, al ex, a su tierna progenitora, hermana y cuñado. “Yo con usted gozo mucho”, me dice doña Luz, en una despiadada mezcla de risa con nostalgia, a la cual no sé cómo debo reaccionar.

Y, en medio de todo, el ataúd.

Alguien ha puesto un muñeco de Mickey Mouse encima. Doce años. No se supo bien qué fue: Algo pulmonar, infarto, Covid… Es enero. Hace un mes hacía la Primera Comunión. El Niño Dios le trajo un juego nuevo de alcoba. Ahora, ¿qué harán con él? ¿Con las preguntas insulsas, la tristeza, el desespero? ¿Con tales días poco vívidos, que quién sabe en qué parte de la memoria quedarán? ¿Con aquel ahogo que atrapa la razón, la secuestra y extrae de toda lógica? ¿Con la realidad patente, establecida en el centro del pecho, de la cual no se puede escapar? ¿Con los recuerdos entrando como metralla (o saliendo)?

Con tal locura de puntas afiladas; que, con cualquier movimiento, corta.

A la mamá de la de diecisiete le dio la pálida. La cargan entre varios.

Ese día la de doce comió piña. Después, no se supo más. La llevaron a la clínica. Doña Luz se alistaba para ir, cuando la llamaron. Era su hija, que la requería, solicitaba con urgencia, le urgía contarle que se había quedado sin nieta.

En búsqueda de La Isla de las Palabras Rotas

Por Cristian van Kerkhoff

Sé que internet no siempre es la fuente más confiable, pero fue por ahí, entre 2011 y 2012, mientras terminaba mi tesis de pregrado, que encontré algo que me voló la cabeza: el vínculo entre navegantes neerlandeses y mapuches desde el siglo XVI. Desde entonces, comencé una investigación obsesiva, recorriendo bibliotecas, librerías y ferias, atando cabos, encontrando pistas que no solo me aclaraban el panorama, sino que le daban un nuevo sentido a mi propia identidad.

Durante un viaje en bicicleta por la Araucanía —desde Freire hasta la costa— encontré en la biblioteca de Carahue varios libros sobre este mismo tema. Me quedaban apenas 15 minutos antes del cierre, así que fui directo a las bibliografías, anotando títulos y autores en una libreta. Uno en particular llamó mi atención: La Isla de las Palabras Rotas, de Daniel Quiroz. Ya lo había visto mencionado una y otra vez durante mis búsquedas online, como un eco persistente que finalmente tomaba forma.

Al volver a casa, revisé mi libreta llena de apuntes y decidí que tenía que encontrar ese libro. Busqué al autor y descubrí que trabajaba en la Academia de Humanidades, en avenida Recoleta. Confiado, escribí un correo a la institución preguntando dónde podía conseguir La Isla de las Palabras Rotas. Para mi sorpresa, Daniel Quiroz me respondió personalmente y me citó en su oficina. Fui en bicicleta y conversamos por unos 45 minutos sobre las travesías de los neerlandeses y su relación con los mapuches lafkenches, incluso en formas de comunicación no verbal. Me dijo que había dejado copias del libro en el Centro de Estudios Barros Arana, en la Biblioteca Nacional. Fue como abrir un portal de conocimiento: allí, además del libro, encontré más de una decena de textos complementarios.

Leí el libro en menos de una semana. Su sola portada me transportaba a un universo donde los neerlandeses habitaban la Isla Mocha desde el siglo XVI, producto de una descendencia improbable. Lo siguiente fue inevitable: necesitaba ir a la isla. Pasó más de un año hasta que en noviembre de 2014 logré tomar un bus a Tirúa y, desde allí, abordar un barco hacia la Mocha. En el trayecto conocí a Eugenio Moya, el «Tello», con quien compartí historias durante las tres horas de cruce por las frías aguas de la corriente de Humboldt.

Fue él quien llamó a su madre, la señora Laura Herrera (Q.E.P.D.), quien me recibió en su casa. Vivía con su hijo Franklin Moya (Q.E.P.D.) y por esos días estaba también su hermano, don Juan Herrera. Al tercer día les pregunté si veían la serie Los 80. Laura sonrió.

El libro fue mi guía en un territorio sagrado. Releyéndolo durante las noches, descubrí que Daniel Quiroz había entrevistado, a fines de los años 80 y principios de los 90, a don Alfredo Herrera, padre de la señora Laura. Ese dato me estremeció: yo estaba durmiendo en el mismo hogar del principal testimonio del libro que me había obsesionado, rodeado de la familia que ahí aparecía mencionada.

Los dos últimos días en la isla, me dediqué a transcribir la entrevista completa de don Alfredo para dejar una copia a sus hijos. Después del viaje, envié dos fotocopias del libro a don Juan Herrera, quien vivía en Antihuala, en la región del Biobío, con su hija.

La relectura del libro me permitió conectarme aún más con los mochanos. Pude hablar de hitos clave como el Club Olimpia, el primer vuelo que aterrizó en la isla gracias al piloto Edgar Blackburn Melin —quien previamente lanzó frutas y diarios desde el aire para anunciar su llegada—, o los mitos de la isla: la ballena blanca Mocha Dick, el bosque sagrado, Trempulcahue y las cuatro machis que se transforman en ballenas para guiar las almas hacia Amucha, la isla del renacimiento.

Quizás se pregunten qué haré con toda esta historia. Llevo más de una década recopilando información. Tal vez termine siendo una novela histórica de ficción. Espero tenerla lista antes de cumplir los 50.

Libro: La isla de las palabras rotas
Autor: Daniel Quiroz
Editorial: Centro de investigaciones Diego Barros Arana
Año de publicación: 1997

Supremo

Por Lorena Arana

Llegamos a la iglesia. Sí, a la del secuestro, en Cali. Muchos carros, se nota que es Domingo de Ramos. Mi madre se baja. Yo me voy a buscar parqueadero, regreso. Está atestado de gente. Veo a mi madre sentada en la primera fila. Me ubico afuera, bajo una carpa que han instalado. Hay pantalla gigante, incluso sillas libres. Me siento, curiosa, mientras todos se aglomeran en las puertas. Escucho la misa. Lo hago y no, como tantas veces en que debo llegar a casa a repasar las lecturas. Ya se volvió costumbre. Una terrible, si me pongo a pensar. Precisamente eso: Ponerme a pensar.

Los confesantes forman una larga fila, justo al lado de donde estoy.  Se nota que es Domingo de Ramos. Sobreviene la culpa en el ambiente; dentro de mí también, claro. Y una cosa sí escucho: el Evangelio. Que a Jesús lo arrestaron y los discípulos huyeron, que pasó la noche pidiendo: “Si es posible, que se aleje de mí este cáliz”; que tenía una tristeza de muerte, así mismo dice. Que Pedro lo negó… Después, llega todo lo humano: La sed, la sangre, el dolor. “Pobre”, pienso; cuando fue Él, precisamente, quien me salvó.

En el momento de la paz, encuentro un puesto junto a mi madre. Vemos a uno de los ayudantes del padre llorando, arrodillado en el altar, tras recibir la hostia. Quién sabe qué le pasa. Mejor dicho, qué le pesa. “Jesús, tú eres”, la canción. “la persona”. Y ahí estamos todos, “más importante”, mujeres, hombres, ancianos. “En este lugar”. Cada uno desde su experiencia. “Rey de reyes”, desde quiénes somos, “señor de señores”. Y ahí está Él, “aquel”; rescatándonos una vez más, “que mi vida cambió”, de nosotros mismos, de nuestra maldad, impureza; cumpliendo sus promesas dos mil años después.

El que predicaba con parábolas y tenía doce apóstoles era, ciertamente, el Mesías. Así lo reconocieron nuestros antepasados cuando se rasgó el velo del templo y aún seguimos adorando a ese hombre ensangrentado, espinado y lleno de miedo; cargando una cruz que no era suya por nosotros, por cada uno de nuestros traumas y problemas, por los momentos en que hemos sido débiles, para que tengamos una experiencia de vida plena.

Cada vez que somos probados, está ahí, detrás, apostando por nosotros, por la semilla que sembró; como si fuéramos superhéroes, cuando es Él, precisamente Él… (¡Ahh! Permítame, tomo aire) Con el único fin de que sigamos mirando al cielo, diciendo: “¡Gracias!”, encontrando un perdón, elevando la mirada a ese Dios que no falla, pidiendo de rodillas, confiando. Me pregunto: ¿Será posible que la humanidad haya mantenido una farsa? ¿Que esta haya trascendido generaciones y continentes? Aparte, ¿desde una época sin la tecnología y las facilidades de comunicación de ahora?

¿Y los ángeles, exorcismos, posesiones, apariciones?
¿Y la Virgen, sus manifestaciones?
Y todavía nos preguntamos si Dios existe.
Salgo con mi madre, agarrada de gancho, a buscar el carro.
Sí, se nota que es Domingo de Ramos.

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