Por Lorena Arana
Hace algunos años, estando en la celebración de la Primera Comunión de mi sobrina, en Cerritos, cerca de Pereira, surgió un rumor bastante peculiar: el de la existencia de un doctor, en Manizales, que se decía capaz de curar cualquier mal a punta de pellizcos. El asunto, además, era contado con conocimiento de causa por una familiar de mi cuñada, que aseguraba que su hija, al igual que muchos otros, se había curado de alguna dolencia después de experimentar, en carne propia, el poder de dichos apretones, de aquellos dedos y de aquellas uñas.
Como si fuera poco semejante historia, no transcurrieron más de dos días antes de escuchar a mi tía Helena gritar emocionada: “¡Conseguí el teléfono del doctor Pellizcos!” y, no obstante, nos subimos siete personas a una camioneta desde la capital de Risaralda a la de Caldas, rumbo a conocer a aquel hombre que tan extraña promesa hacía, a quien le expondríamos nuestra carne como inocentes cochinillos: mi primo, de unos cincuenta y tantos, un hombre de mucho carácter, fiel creyente de todo lo homeopático, alternativo y naturista; mi tía Olga, incapaz de hablar ni llevar a cabo de manera satisfactoria el resto de funciones a cargo de la lengua, los músculos masetero, temporal, ptreigoideo lateral y demás que encontré en Google y que tienen que ver con la deglución, a causa de dos lamentables accidentes cerebrovasculares; mi tía Helena, extraordinaria sobreviviente del cáncer de colon; mi madre, con un Párkinson muy disimulado y estable en esa época, más algunos dolores de cadera; la novia de mi primo de aquel entonces; una gran amiga de la familia, de nombre Amparo; y yo, cultivando, sin saber, la segunda temporada del Trastorno de Ansiedad Generalizada en mi cabeza, el cual, después, tendría suficiente tiempo para detonar y desplegarse a su antojo.
El doctor Pellizcos terminó siendo un señor de edad que vivía con su esposa en una casa pequeña sobre una calle empinada, de esas que cuesta cruzar, tal como se jugara la vida misma en ello. La primera en pasar a la consulta, habíamos acordado, sería mi tía Olga. Y, ante la expectativa, mi primo acordó con ella:
-Tía, si eso es breve, hágame así -indicando la seña de levantar el dedo pulgar para indicar que todo está bien- pero, si le está doliendo mucho, entonces, así -la clásica de levantar el dedo del medio-
Pasados unos segundos, mi pobre tía no hacía más que enseñarnos el anular, aparte de retorcerse y generar un montón de sonidos guturales que en absoluto le devolvieron el habla. El anciano se ensañó con ella un buen rato, especialmente con los pies y las manos, pues tales parecían ser las zonas donde el susodicho desahogaba sus mágicos poderes.
De ahí siguió mi tía Helena, cuyos gritos, a diferencia, fueron de lo más puros y desinhibidos. Para entonces, ya habíamos descubierto otro importante elemento: la risa; pues, en ningún momento previmos que observar a los demás mientras eran pellizcados fuera tan gracioso. Al fin y al cabo, cada uno acababa indefenso frente al curandero, a merced suya y, de alguna manera, el dolor y los gritos nos llevaban a un estado primario que no dejaba espacio sino para la burla.
Mi madre, siempre tan recatada, para nuestra sorpresa, no gritó. Hasta ese punto llegó su decencia. Se quejó, claro, aunque de una manera muy educada, lo cual hizo avergonzar aún más a mi tía después de sus quejidos, que, aparte, tenían la particularidad de durar únicamente durante la tortura al que el hombre la exponía, tal como si le dieran play y pause a una grabadora de las antiguas.
Mi primo, como ya mencioné su carácter (por así decirlo), no hizo más que echar madrazos e insultar al pobre doctor Pellizcos. Le dijo hasta misa a él y a nosotras, al intentar filmarlo; pues, el registro de aquel viaje se convirtió en un tesoro familiar.
Entonces, llegó mi turno. Y claro que dolió. Sin embargo, terminé teniendo casi tanta clase como mi madre, pues tampoco grité, aunque sí me doblé y gemí por montones. La duración de las sesiones, al parecer, dependían de la gravedad del paciente. En mi caso, más o menos, quince minutos. Una característica importante del doctor, que solo hasta entonces noté, fueron sus largas uñas, ya que sus pellizcos realmente consistían en enterrarlas en la piel hasta casi hacerla sangrar.
Un dato más, la tarifa: alrededor de treinta mil pesos por cabeza.
Después del mencionado espectáculo, ni la novia de mi primo ni Amparo se atrevieron. Y, extrañamente satisfechos por nuestra experiencia, emprendimos el viaje de vuelta a La Perla del Otún, en una sola carcajada, sin poder creer habernos aventado a dicho viaje surrealista, expuesto a tal situación; como si despertáramos de un trance, repasando una y otra vez cada momento; sintiéndonos un poco ridículos, pero contentos; planeando enviar a cuanto familiar se nos ocurría a donde aquel extraño médico y las supuestas razones que le daríamos; encontrándonos, en efecto, mejor que nunca después de la supuesta terapia; felices gracias al doctor Pellizcos, como seguimos llamando al hombre que, quizá, sí curó varios de nuestros males, pues comprobamos su verdadero poder: el de la risa.