Por Lorena Arana
Cuenta la leyenda que, en la Sucursal del Cielo, existe una mujer capaz de congelar la tradición gastronómica colombiana en el tiempo, quien nos salda a diario la deuda que tenemos con nuestros ancestros; con los cocineros de antaño, de fogón de leña, de la creatividad macondiana en la mesa… Y que, aunque se derrita, el hechizo lleva ya catorce años.
Arranco a escribir esto con el sabor a limonada y cardamomo en la boca, el de papachina con nuez moscada en la mente, el de maíz tierno en los días de mi infancia. Porque hay momentos en que la lengua acaricia una textura, las papilas se excitan y transmiten un mensaje a los nervios gustativos, el cual llega directo al cerebro. ¿Y es ácido, dulce, salado? ¿Y si no sabe?
“Nosotros no rescatamos la herencia porque no se ha perdido; pero, por lo menos, la congelamos y la volvemos helado”, me dice Évelin Amelia Potes Pérez, creadora de sabores en Lengua de Mariposa, la heladería artesanal a la que dio vida en 2011, después de traer la idea, en 2007, desde Argentina, en forma de tesis de grado de su carrera de Gastronomía.
“Yo empecé extrañando lo elemental, lo que tenemos a mano; que es un mango, un carambolo, un chontaduro”, cuenta esta caleña joven, casada y madre de dos hijos, que se encuentra sentada en una de las mesas de la antigua casa esquinera en el barrio San Antonio que solía ser su hogar y ahora es el recinto donde experimenta las composiciones más exóticas de helados que tiene la ciudad; la misma que le roba la sombra a un árbol enorme, debajo del que se dan gusto los curiosos que se atreven a pedir un helado de lechona, hamburguesa o, tal vez, de café con pandebono.
Narra que, cuando vivió en Buenos Aires, durante alrededor de dos años, todos los días pasaba por una heladería y veía que los sabores eran pistacho, pomelo, frutos rojos, frutilla (fresa), chocolate y dulce de leche (arequipe). Y, de ahí, frutilla con chocolate, dulce de leche con pistacho, frutos rojos con pomelo. “Es decir, jugaban con los ingredientes y yo pensaba: ‘¡Son demasiado patriotas! ¡Hacen una fiesta con lo que tienen, lo muestran y lo venden!’”.
Relata que, hasta ese momento, solamente conocía las marcas industriales de helado, pero ignoraba lo que era uno artesanal. “Vi que, en aquel sitio, el de fresa era de fresa-fresa; que atrás, en la cocina, había un artesano que sabía cómo hacerlo”. De manera que comenzó a investigar y tomó clases de heladería en la escuela. Preparó uno de vino tinto, que pudo combinar con otras sustancias. Se atrevió a ensayar, por primera vez, con la máquina del lugar y manifiesta haber quedado fascinada, al punto que anhelaba venir a hacer helado de mango y de borojó.
En el momento de acercarme a la vitrina, junto a otros clientes, la vendedora principia una lista de sabores encriptados en nombres peculiares, al nivel de: “Alegría de burro”, como los dulces típicos caribeños; “Mamá soltera”, mango, maracuyá, coco y ron; “Cucas and cream”, batido de leche con galleta negra; “Frida”, aguacate, nachos con limón y chorizo; siendo lo mejor del caso la posibilidad de probarlos. Y es ahí cuando llega la sorpresa: la inesperada y explosiva sensación que borra cualquier expectativa y lo invita a uno a escoger la propuesta, en apariencia, más indecente. En dicho momento, se comprende que no todo entra por los oídos; sino, más bien, por la lengua; por la de mariposa, si es preciso, que ofrece a diario doce de sus doscientas ochenta variaciones al público.
De manera que elijo: Un cono de “Marianita”, que, para ser exactos, es marranita; acompañado de “Atrato”, café y chocolate con canela. Me siento, me entrego a mi invento. Pruebo la marranita en helado y, realmente, sabe a tal, aunque de una forma jamás pensada. ¿Cómo explicarlo? Mastico el chicharrón con placer. Se me resetea el gusto y me vuela la mente; como la vez que me aventuré con el de mazamorra; bebida que, al sol de hoy, cosa extraña, no disfruto; el de apio con salsa de camarones y, aquel día, incluso, el de cazuela de mariscos.
¡Hmmm!
El nombre, asimismo, lo traía Évelin desde el país gaucho. Se inspiró en el largometraje español de 1999 La lengua de las mariposas, dirigido por José Luis Cuerda, cuyo tema es la educación en dicha nación durante el franquismo.
Incluso, en una pared al fondo del local se exhibe una foto fija del filme. La chef relaciona esta problemática con la realidad de nuestra nación. “Siendo un pueblo rico y diverso, carecemos tanto en estudio, cultura y salud. También nos falta el espíritu revolucionario como comunidad, el mismo que plantea de una forma muy bella la película. Además, la lengua de la mariposa es la que va al almíbar más puro, que es el de las flores, y yo trabajo con los productos más puros de Colombia. Es como decir: ‘soy revolucionaria a través de los sabores’”.
Sin embargo, al volver a Cali y empezar a darle forma a su sueño, se encontró con un detalle hasta el momento insospechado: el alto costo de las máquinas para hacer helado artesanal. Logró obtener una muy pequeña, que producía un litro cada cuatro horas. Se arriesgó, dice, y sacó el de borojó, mandarina y el de tamarindo; los cuales volaron en el recién inaugurado restaurante. Y, no únicamente en ventas, sino en calidad.
Para dicha época, en 2014, el negocio, aparte, tuvo una “metamorfosis”, como le llama; ya que iniciaron vendiendo, asimismo, empanadas, almuerzos y otros platos típicos, intentando sostener la marca; pues, “no solo se podía vivir del helado”. De manera que, junto a su equipo de trabajo, eliminó los fritos y la comida de sal de la carta. “Dijimos: ‘vamos a quedarnos solamente con los helados’ y conseguimos una máquina nueva, capaz de fabricar tres punto cinco litros por hora”, manifiesta.
En aquel momento, la maternidad y sus misterios, paralelamente, actuaron en pro de la causa. “Yo estaba en embarazo de mi segunda hija, Kenia, y me entró un antojo. Le dije a John, mi esposo: ‘Tengo unas ganas de un batido de maracuyá con jengibre. Y a eso pongámosle cerezas”. Cuál sería su sorpresa al comprobar que la mezcla era una delicia, como también la calificó su familia. Y, con el fin de convertirla en helado, la Profesional en Artes Culinarias se dedicó, pacientemente, a definir la fórmula exacta, “porque los helados tienen formulaciones muy matemáticas”, declara. Finalmente, y aunque la locación se encontraba en remodelación, se aventuró a probar la nueva máquina con aquella receta, a modo de pócima mágica; que terminaría bautizada con el nombre más afín: “Corazonada” y siendo uno de los elementos icónicos del lugar.
De hecho, antes de otorgarle ese último detalle, la gente se resistía al resultado. Y, debido a tal, John, que además es su socio desde 2009, le sugirió no revelarles a los clientes de qué se trataba, sino únicamente darles a probar. Así lograron entrarle al mercado con el singular producto y comprendieron la importancia de los nombres; puesto que, de ahí en adelante, Évelin ha sido la creadora de sabores y él los ha codificado en todo tipo de denominaciones.
Respecto a las formulaciones, reconoce que, con la del de chontaduro, “cogió callo” de tanto ensayo y error. “Unas veces, quedaba súper duro; otras, con muy poquito sabor al fruto, hasta que logramos una buena textura. Fue muy difícil que tuviera la cantidad exacta de sal, de miel y que no se opacara la esencia original”.
Manifiesta que, cuando va a sacar una nueva opción para el menú, previamente, piensa mucho en las combinaciones; verbigracia, en si va a ser picante o qué quiere resaltar. Asegura que hace muchas hipótesis en su cabeza previo al momento en que revela la receta final; que el azúcar actúa como anticristalizante; que, para que sea un helado artesanal, tiene que haber balance entre las cantidades de sólidos y fibras. Y que, si es con lácteos, se debe procurar que la crema de leche tenga un porcentaje de grasa específico.
Es que, aparte de la lectura y constante aprendizaje que mantiene sobre el arte culinario, el superpoder de Évelin parece radicar en su mente y activarse, por ejemplo, al probar algún nuevo manjar que le toca las fibras. Entonces, de manera automática, emana de ella el deseo de fusionarlo con otro que ya conoce, con un fruto o especia en particular que le llega al pensamiento en el momento preciso y que termina empatando a la perfección; después del proceso de producción, en el instante en que, por fin, alcanza su paladar, el de su familia, colaboradores y, claro, el de los clientes.
Para muestra, menciona que, al viajar, ama “conocer el núcleo de la verdadera cocina colombiana”; que, recientemente, por ejemplo, dio con la chucula en Cundinamarca (bebida a base de una mezcla de granos como maíz, haba, cebada, y arveja) y las garullas en Boyacá (bizcocho parecido a la almojábana, pero con crocante de galleta, queso y licor). “Me encanta meterme a la cocina dondequiera que voy, ir a la raíz”, asevera.
Retomando el helado de chontaduro, Évelin cree que el de Lengua de mariposa fue el primero a la venta. Y no ha sido el único. Sin embargo, frente a la realidad de que ahora otros establecimientos comercializan sabores que, en principio, fueron su creación, opina: “No somos egoístas con eso. Antes, nos interesa que, si aquí sacamos por primera vez el de viche o arrechón y ahora se está vendiendo en otras partes; pues, en honor a nuestra cultura, queremos que se distribuya en todo Cali, en todo el país y en el mundo. Si podemos ser una cuna creativa, no tenemos ningún problema”.
Y es, quizá, ese pensamiento el causante de tanto éxito, tratándose hoy de una marca que ha logrado, en el pasado, incluso, tener varias sedes en el sur de la ciudad; al igual que más de cincuenta mil seguidores en Instagram. Su locación se ha convertido en una parada obligada para cualquier turista; bueno, no cualquiera, uno osado, como Évelin, la chef a la que no le da miedo servir un helado de sancocho, aborrajado o uno de ajo, sofritos, pimentón ahumado o naranja con cebolla; componentes que, incluso, la llevaron, en 2024, a la Filbo, como invitada para cocinar en vivo en la carpa “Colombia a la mesa”.
Évelin se despide de mí y se dispone a retomar sus ocupaciones; a refugiarse, de nuevo, en su santuario. Hace calor en La Sultana del Valle. Suerte que lo auténtico no se derrite. Solo es una jornada más en Lengua de mariposa y yo me voy con un buen sabor de boca.
 
                    
                 
             
             
             
             
             
             
             
             
             
            