Por Lorena Arana
Llegamos a la iglesia. Sí, a la del secuestro, en Cali. Muchos carros, se nota que es Domingo de Ramos. Mi madre se baja. Yo me voy a buscar parqueadero, regreso. Está atestado de gente. Veo a mi madre sentada en la primera fila. Me ubico afuera, bajo una carpa que han instalado. Hay pantalla gigante, incluso sillas libres. Me siento, curiosa, mientras todos se aglomeran en las puertas. Escucho la misa. Lo hago y no, como tantas veces en que debo llegar a casa a repasar las lecturas. Ya se volvió costumbre. Una terrible, si me pongo a pensar. Precisamente eso: Ponerme a pensar.
Los confesantes forman una larga fila, justo al lado de donde estoy. Se nota que es Domingo de Ramos. Sobreviene la culpa en el ambiente; dentro de mí también, claro. Y una cosa sí escucho: el Evangelio. Que a Jesús lo arrestaron y los discípulos huyeron, que pasó la noche pidiendo: “Si es posible, que se aleje de mí este cáliz”; que tenía una tristeza de muerte, así mismo dice. Que Pedro lo negó… Después, llega todo lo humano: La sed, la sangre, el dolor. “Pobre”, pienso; cuando fue Él, precisamente, quien me salvó.
En el momento de la paz, encuentro un puesto junto a mi madre. Vemos a uno de los ayudantes del padre llorando, arrodillado en el altar, tras recibir la hostia. Quién sabe qué le pasa. Mejor dicho, qué le pesa. “Jesús, tú eres”, la canción. “la persona”. Y ahí estamos todos, “más importante”, mujeres, hombres, ancianos. “En este lugar”. Cada uno desde su experiencia. “Rey de reyes”, desde quiénes somos, “señor de señores”. Y ahí está Él, “aquel”; rescatándonos una vez más, “que mi vida cambió”, de nosotros mismos, de nuestra maldad, impureza; cumpliendo sus promesas dos mil años después.
El que predicaba con parábolas y tenía doce apóstoles era, ciertamente, el Mesías. Así lo reconocieron nuestros antepasados cuando se rasgó el velo del templo y aún seguimos adorando a ese hombre ensangrentado, espinado y lleno de miedo; cargando una cruz que no era suya por nosotros, por cada uno de nuestros traumas y problemas, por los momentos en que hemos sido débiles, para que tengamos una experiencia de vida plena.
Cada vez que somos probados, está ahí, detrás, apostando por nosotros, por la semilla que sembró; como si fuéramos superhéroes, cuando es Él, precisamente Él… (¡Ahh! Permítame, tomo aire) Con el único fin de que sigamos mirando al cielo, diciendo: “¡Gracias!”, encontrando un perdón, elevando la mirada a ese Dios que no falla, pidiendo de rodillas, confiando. Me pregunto: ¿Será posible que la humanidad haya mantenido una farsa? ¿Que esta haya trascendido generaciones y continentes? Aparte, ¿desde una época sin la tecnología y las facilidades de comunicación de ahora?
¿Y los ángeles, exorcismos, posesiones, apariciones?
¿Y la Virgen, sus manifestaciones?
Y todavía nos preguntamos si Dios existe.
Salgo con mi madre, agarrada de gancho, a buscar el carro.
Sí, se nota que es Domingo de Ramos.