Una jornada de trabajo

Por Enrique Urrea Sepúlveda

Son las ocho de una mañana que presagia un hermoso día de sol, salimos desde Cañete en el viejo jeep de la Cooperativa, hacia el comité maderero de Pillin-Pillin. Asalta la duda de si llegaremos, el jeep lanza roncos estertores, tiene media vuelta de volante sin dirección, frenó menos y cada tanto se empaca por la mala alimentación del combustible sin embargo, lo queremos mucho, era un viejo Land Rover del Ministerio de Agricultura, que compramos en un remate y con más ganas que medios, lo fuimos acondicionando hasta dejarlo, con mucha imaginación, en condiciones de llevarnos por los distintos comités de pequeños agricultores, que formaban parte de la cooperativa en la cual trabajamos.

Este es el primer viaje en equipo que hacemos a este comité, además nos une una gran amistad, somos algo así como los tres mosqueteros, en las buenas y en las malas, siempre juntos. Gastón, es el administrativo, Fulton es chofer-mecánico, con una habilidad asombrosa para manejar nuestro glorioso mamotrecho, por esos caminos de tierra de una sola huella; el último del grupo era yo, que representaba la parte técnica de la empresa.

El viaje lo habíamos preparado con bastante anticipación, especialmente esperábamos un día en que el clima nos acompañara. Llevábamos alimento y bebida para cuatro días, más innumerables cajas de mercaderías para los campesinos.

Para nosotros este viaje despertó enormes expectativas. Por un lado, constituiríamos un nuevo comité maderero y por el otro, especialmente Gastón y yo, conoceríamos ese apartado rincón de nuestra provincia, uno de los pocos con selva virgen en plena cordillera, para los campesinos también era un día muy especial, después de largas conversaciones, se agruparían comunitariamente para producir, ese día recibirían así mismo, las nuevas motosierras, elemento casi desconocido por la mayoría (algunos hasta le tenían temor) y más ansiosamente esperaban la mercadería, algunos tendrían productos que no consumía por años, otros tal vez nunca lo hicieron; no debe olvidarse que la gente que habita esos lejanos lugares, vive casi exclusivamente de productos caseros, animales y frutos silvestres, y algunos recién de grandes “bajan al pueblo” como dicen ellos, de madera que todo este panorama constituía de verdad un día muy especial.

Llegamos a Cayucupil (cinco cerros en mapuche) el último poblado de importancia, e iniciamos el ascenso; un polvillo amarillo nos ahogaba e inundaba todo, que en días de lluvia se transformaba en un suelo gredoso y resvaladizo. Dejamos atrás la pequeña reducción indígena de Manuel Chanquéo, donde una turba de perros flacos nos sale al camino, siempre es así, pareciera que, por cada hijo, que de por sí ya son muchos, correspondiera uno o más perros. Cruzamos el puente sobre el río cayucupil, que en innumerable vueltas y revueltas viene de la cordillera con esa agua helada y transparente, donde seguramente a la vuelta, probaremos nuestros señuelos en busca de las truchas salmonadas y arco iris.

Campesinos amables y curiosos nos saludaban al paso, con sus largas picanas de colihues al hombro, llevaban sus pesadas y lentas carretas con bueyes, cargadas con los productos de la huerta casera, frutos silvestres, algún trabajo de artesanía especialmente en madera e hilados a mano, y una pequeña parte de su más pequeña producción de papas, arvejas, porotos secos que esperaban vender en el pueblo para abastecerse de lo indispensable para su subsistencia: llevarían por ejemplo, balas y cartuchos, alimentos, velas, fósforos, parafina para las lámparas y si la venta fue buena algún corte de género para la señora, caramelos para los chicos, con más suerte aún, hasta un par de zapatillas, y por supuesto, vino, aguardiente, cigarrillos y tabaco.

A mitad de camino hicimos el primer descanso, una suave cascada que cala al pie del camino nos invitó a hacerlo. Antes de cruzar ese pequeño vado, Fulton se aseguró de que podríamos hacerlo sin problemas. Enormes helechos de tres metros de alto, daban un marco exuberante y selvático, lustrosos avellanos con sus frutitos rojos, negros y amarillos, mostraban innumerables flores rojas blancas y jaspeadas, del copihue, nuestra flor nacional, eternamente entrelazado a los avellanos.

Siguiendo el curso de la vertiente de agua, descubrí tiernas nalcas de pencas rojizas y jugosas y en los bordes de un remanso, una frondosa cabellera de berros de agua, con las que nos hicimos una refrescante ensalada. Mientras estiramos las piernas y nos relajamos del sangoloteo del viaje, Fulton se puso a enfriar nuestra primera botella de vino en esa fresca agua cordillerana. Gastón, que era el más cocinero de todos, preparó una ensalada de queso fresco, tomates y ají verde picante que, junto con el vino, constituyó nuestro primer tentempié antes de seguir nuestro largo viaje.

Después de una hora de viaje, estábamos sobre los mil quinientos metros, realmente impresionaban los precipicios a la vera del camino por momentos ni hablábamos, nos concentramos de tal manera en la peligrosidad del camino, que se producían largos silencios. Desde esa privilegiada atalaya, veIamos los vastos bosques nativos de robles, lingues, mañíos y araucarias. En un recodo del camino indiqué a Fulton unas grandes matas de chupones, páramos y pudimos saborear unos dulces frutos.

Atrás han quedado El Descanso y El Chacay, dos pequeñas localidades cordilleranas. Cada tanto veíamos el humo de extrañas y solitarias casas enclavadas en el corazón de la montaña, con su clásico corral de palo a pique, llenos de chivos y corderos, típico alimento del hombre que vive en esas soledades.

En una curva del camino, nos encontramos con un enorme camión maderero de una de las grandes empresas forestales de la zona, son camiones que llevan una pluma incorporada, con la que cargan enteros los árboles de pino insigne, materia prima usada en la industria de la celulosa. Fue una verdadera prueba encontrar un lugar medianamente seguro para darle paso, y una nueva tensión para nuestros nervios. Después de algunas curvas y otros tantos sustos, encontramos un rústico letrero que decía: «Pillin-Pillin» 3 Kms. Respiramos aliviados.

Notamos que el camino empezaba a ser cada vez más horizontal, esto nos estaba indicando que llegábamos a la cúspide de la gran meseta donde estaba el comité, final de nuestro viaje. Entramos en una especie de avenida, pero constituida por centenarios árboles autóctonos, pude ver unos soberbios robles, altísimas araucarias, elegantes mañíos, frondosos lingues. No dejó de llamarme la atención, que a pesar de la gran depredación a que han sido sometidos esos magníficos ejemplares, existieran éstos. Más tarde averiguaría que el antiguo propietario, mantenía estricta prohibición de cortarlos, los componentes del comité, tuvieron la feliz idea de respetar esa tradición. Esto permitía a todo aquel que ingresaba al comité, ser recibidos por esas enormes moles vegetales, era como un postrer homenaje a la flora en franca vía de extinción, últimos baluartes de esa selva que ya no volverá. Me llené la vista, el alma, el corazón de esa catedral verde, seguro que nunca más podré ver algo igual.

Tan absortos estábamos en esa contemplación, que no advertimos las señas de un campesino que nos venía a encontrar para indicarnos el camino. Más tarde comprobaríamos lo acertado de esa medida. En los grandes aserraderos, se forman extensas zonas de aserrín, y en muchos lugares con una falsa capa cubren grandes pozos que son peligrosísimos para el peso de un vehículo, y de un viajero desprevenido. Recién llegábamos y ya estábamos recibiendo nuestra primera enseñanza.

Al final de esta explanada se habría un claro en la montaña y aparecía el comité en toda su magnitud. Había una calle central y a cuyos costados se alineaban las rústicas, pero fuertes casas del campamento, todas de elegidas maderas, la mayoría sin cepillar, es decir tal como salen del aserradero. Se destacaba una vieja casona que hacía las veces de oficina del comité y en cuyo segundo piso nos alojamos.  Y una escuelita rural, formada por un gran salón donde la única maestra debía repartir a los alumnos por grados, y una cocina anexa donde se preparaba un almuerzo precario, pero con enorme amor, para satisfacer a numerosos pequeños que hacían largas caminatas a través de la montaña.

Se ve que se puso mucho celo en la elección de las maderas; enormes vigas a la vista de roble, paredes, de lingue, avellano, araucaria, muebles de radal, canelo. Fue un verdadero placer saludar a esa esforzada maestra; yo reflexionaba, alguien debía premiar ese apostolado. Además, en esas soledades, la maestra era cocinera, niñera y por supuesto la madrina de todos los chicos del lugar.

Como se acercaba la hora del almuerzo, fuimos invitados por el presidente del comité. Nunca pude olvidar el sabor tan particular y exquisito de una cazuela de cordero con locro de trigo; había además unas grandes y gruesas sopaipillas que a mi tanto me gustan, y como pan, la clásica tortilla cocida al rescoldo, distribuida en grandes y generosas rebanadas. Lo que indicaba la atención especial que nos dispensaron. Nosotros los invitamos con pan de la ciudad, que les gusta mucho, tomates, queso, ají y vino. Fue un almuerzo cálido pero reservado, el hombre de esos lugares, además de parco, es muy prudente y hasta desconfiado frente a los extraños.

Después del almuerzo, poco a poco fueron llegando los miembros del comité, esa tarde no habría trabajo; Gastón debía cancelar los jornales y yo capacitar a los nuevos propietarios en el uso de las motosierras y organizar en el bosque la explotación de rollizos de pino insigne para la papelera. Fulton nos ayudaba haciendo las solicitudes de los nuevos socios. Al atardecer terminamos nuestra labor, cansados pero contentos por las emociones del viaje y del deber cumplido.

Al anochecer, armamos nuestro campamento, hicimos una fogata que invariablemente terminó en guitarreada. Los principales artistas eran Fulton y Gastón, que lo hacían bastante bien, aunque más tarde y después de unas cuantas vueltas de vino y aguardiente, aparecieron unos cuantos artistas más. La conversación se generalizó en historias de brujerías, desaparecidas luces malas, curaciones y cuanta superstición andaba por ahí suelta, parecía que cada uno quería competir con el otro en contar una historia más fabulosa.

A media noche nos fuimos a nuestro alojamiento, era un dormitorio grande de la vieja casona patronal, resabios de los colonos, la mayoría usurpadores de grandes extensiones de bosque nativo y suelo virgen que merced a artimañas políticas o a punta de revólver, explotaban los bosques al barrer, dejando a su paso un cementerio de muñones quemados. Después de despejar el suelo de tocones y raíces, sembraban trigo una y otra vez, hasta que la fértil capa de suelo se agotaba; entonces lo abandonaban y empezaban el mismo ciclo depredativo en otro rincón de la selva.

Fue una generación despiadada que sólo pensaba en el enriquecimiento personal, sin importarles las consecuencias de su acción criminal para las próximas generaciones. La única tierra que devolvieron, fue en forma de dunas y médanos, por la erosión que causaban en los suelos desnudos que abandonan, que año a año el mar vomita sobre la costa, amenazando con cubrir nuestra poca tierra arable.

Muy temprano al otro día, hicimos una visita al aserradero, impresiona en la quietud de la montaña, sentir el penetrante silbido de la máquina llamando a iniciar la labor. Entonces, cual laboriosa colmena, se pone en movimiento todo un conjunto de hombres, cada uno experto en su oficio, formados a golpes desde pequeños; la verdad es que un aserradero de alta montaña es un trabajo para hombres bien hombres. Los artífices de este grupo son: el «palanquero» y el «motorista», los únicos que son llamados maestro y cuyas indicaciones son inapelables, si lo dicen ellos, así debe ser. El palanquero es el hombre orquesta, ha recorrido todos los rincones de la selva con su equipo, sabe elegir el lugar justo, instala y nivela a simple vista el banco aserrador, tarea a veces imposible para un joven técnico provisto de sofisticados instrumentos. De sus manos saldrán las diversas escuadrías (medidas) de maderas del trozo que colocó en el banco, para sacar el máximo de madera aprovechable de él.

El motorista, es el único capaz de mantener en movimiento el viejo y cansado «locomovil», con unas cuantas chapas, fierros y alambres, hasta que la crónica roja diga que en el aserradero tal, el añoso corazón del locomóvil explotó en mil esquirlas de muerte, dejando sólo el recuerdo del también viejo motorista, única forma de separar hombre-máquina. Debo aclarar que el locomóvil es un viejísimo motor a vapor, del siglo anterior, que, durante toda la jornada de trabajo, traga gruesos troncos de leña, cuyo calor generará el vapor necesario, para poner en movimiento las poleas que, a través de largas correas, hará accionar la sierra que aserrará el trozo.

Es un aserradero de «los de antes», en donde casi todo es casero y artesanal y se repara en el lugar de la faena. Son los últimos que se atreven a llegar a los rincones inaccesibles de la montaña, donde el camino hay que hacerlo a mano, a pulmón y corazón. El lugar en que se instala uno de estos aserraderos, puede ser elegido por el palanquero que es el propietario del equipo o por el propietario de esa parte de la montaña. Cuando los lugareños se enteran de tal instalación, empiezan a buscar esos centenarios árboles que aún quedan en pie, generalmente en lugares casi inaccesibles, los voltean y en sus lentas carretas madereras tiradas por una o dos yuntas de bueyes, llegan con su trozo al aserradero; aquí se usan tres formas de pago: a maquila (a porcentaje)en cuyo caso el aserradero se queda con una parte de la madera producida; al trueque, cuando pagan con especies, comida, animales o mano de obra, y al contado con dinero efectivo.

Quisiera indicar muy rápidamente como sería la producción de madera de uno de estos aserraderos: llega la carreta con el trozo y lo deja en la nave, dos poderosos maderos sobre los que se hace rodar el trozo, donde los vueltapalos, hombres tan colosales como los trozos, los manipulan hasta dejarlos en el carro; empieza entonces el trabajo del palanquero que hace llegar el carro hasta la sierra donde empieza a cuadrar el trozo, saca primero lo que se denomina las tapas, que son las piezas que llevan herida la corteza, sólo sirven para leña, luego hace una segunda cuadrada y saca las cantoneras, llamadas así porque tiene restos de corteza en sus cantos.

En el campo son muy usadas para construcciones rústicas como: graneros, corrales, chiqueros, cobertizos, etc. Después de esto, el trozo ya está en condiciones de ser aserrado, donde la sapiencia del palanquero sacará: tablas, tablones, listones, postes, vigas, etc. Esta madera la van recibiendo los acarreadores, los que irán formando con la parte de madera del aserradero, los castillos, para que ésta se seque correctamente. Debajo de la sierra están los aserríneros, que, con grandes carretillas de madera, van sacando el aserrín el que es volcado en una depresión, generalmente junto a un río.

En el segundo día de nuestro trabajo, entregamos las motosierras nuevas, no olvido las caras de temor y orgullo al mismo tiempo de los nuevos propietarios, que terminarían así, con el lento y pesado trabajo del volteo y trozado a hacha. Podrán obtener con estas herramientas el máximo de rendimiento y con menor esfuerzo, y lo más importante, tendrán la satisfacción de ir pagando su propia máquina con el fruto de su trabajo y como después pasan a formar parte de una cuadrilla de trabajo, valoran también el trabajo comunitario. Al final del día se recibieron los metros de rollizos producidos el mes anterior, parte de los cuales serán acreditados a su cuenta corriente para amortizar la motosierra.

Al anochecer, llamamos a la reunión a todos los campesinos del comité y a los que aún estaban indecisos, expliqué el plan de trabajo que había pensado para ellos y que les ponía en consideración. La idea es que a medida que se va explotando el bosque, se replante al primer invierno siguiente, para lo cual hay posibilidades de conseguir un muy buen crédito del Ministerio de Agricultura, departamento forestal, quienes precisamente están promoviendo las forestaciones en la provincia, debido a las dos nuevas plantas de celulosa que se había establecido y que en el futuro requerirían mucha materia prima en formas de rollizos de pino insigne.

Con este sistema y reforestando cada año, se van creando sectores de pinos de diferentes edades que permitirán en el futuro, seguir un plan racional de explotación, porque siempre habrá zonas maduras de bosques a talar. Sólo quedarían libres de este plan de reforestación, aquellos suelos factibles de utilizar en la producción agrícola y ganadera. Estos se deberían ir alambrando y constituirán a futuro, la base de producción de granos, forrajes y carnes. Por supuesto que toda la producción agropecuaria debe ser comunitaria. El trabajo de limpiar y apotrerar los sectores dedicados a la agricultura, debían ser realizados con el aporte de mano de obra igualitaria de todos los socios. Las semillas, fertilizantes u otros insumos serían entregados en crédito por la cooperativa. La producción obtenida, sería repartida en partes iguales a cada socio, la que se destinaría: como una parte para el consumo familiar, otra para semilla para la siembra del año siguiente y una tercera parte sería entregada a la cooperativa para amortizar su crédito.

Con respecto a la necesidad de mecanizar el trabajo de la explotación forestal, sugería la posibilidad de cada socio venda una yunta de bueyes, de esta manera se disminuirían las necesidades forrajeras y el dinero de la venta se transformaría en un tractor, con lo cual el traslado de los rollizos sería más fácil y rápido contando además con algunos implementos, todos los trabajos de preparación de suelos, siembra y cosecha serían más oportunos y eficientes. La cooperativa podría llevar un par de muchachos a la ciudad, para capacitarlos como tractoristas-mecánicos, a los que después el comité debería contratar como tales.

Sobre la necesidad de incorporar a las esposas e hijas mayores al sector productivo de la familia, les hacía ver que como todos cosechan su propia lana, podrían comprar las tinturas y demás materiales al por mayor con un crédito de la cooperativa, la que les cubriría toda la producción de sus artesanías. Con estas ventas una parte iría a cubrir el crédito y la otra ingresaría al presupuesto familiar. Si esta iniciativa daba resultados satisfactorios, más tarde podrían ampliarse las metas incluyendo: trenzados, platería, tallados, cestería, cerámica, etc.

Al calor de estas iniciativas, se había suscitado tanto entusiasmo, que, si no les manifiesto mi real cansancio de todo un día de trabajo, bien podríamos haber amanecido conversando. Debo aclarar con respecto a mi cansancio que nuestro organismo no está adaptado a movernos a esa altura y se necesita de un esfuerzo adicional para realizar cualquier actividad.

Esa noche me fui a dormir con la convicción de que había aportado un granito de arena para que ese grupo vislumbre un futuro mejor a sus largos años de penurias y de abandono, y la esperanza de una vida digna para ellos y sus hijos.

Al tercer día emprendimos el regreso, no sé cuántas manos duras y callosas estreché ese día, pero una lucecita de esperanza, orgullo y fe vi en sus ojos. Había ganado muchos amigos y la semilla plantada en sus corazones, germinará en hombres dignos y solidarios.

Publicación anterior

La materia encendida: poemas de Amparo Iglesias

Más reciente en esta categoría

Pacotilla

Por Lorena Arana Cómo me encanta comer espagueti con atún; algo tan simple y a la…

El Doctor Pellizcos

Por Lorena Arana Hace algunos años, estando en la celebración de la Primera Comunión de mi…

Mickey Mouse

Por Lorena Arana Arribamos al lugar. Se bajan mi cuñada, mi madre y Consuelo. Mi hermano…