De cómo encontré a mi tío desconocido y un poco de historia aranesca

Por Lorena Arana

Como dicen al inicio de las series de televisión, algunos nombres y detalles han sido modificados para proteger la identidad de los protagonistas.

Supe que iría a la Media Maratón de Bogotá (MMB) solo unas semanas antes de tal. Se encontraba mi familia de visita en Cali, los Arana, incluyendo a mi tía Helena; quien, habiendo transcurrido más de un mes desde mi cumpleaños, me dijo, como suelen decir las tías: “tome, mija”. Y, en mi caso: “para alguna de esas carreras que le gustan”, al hacer entrega de aquellos regalos que vienen en sobre.

En dicho momento, una empresa de la que soy clienta me había ofrecido un cupo. Sin embargo, en mi afán de no alterar el destino, viendo el viaje a Bogotá como algo muy grande y trascendental, y tras dejar de recibir comunicación de parte de esta, opté por abortar el plan. No obstante, recibir el sobre en cuestión me cambió la perspectiva. Pensé: tengo la carrera, dónde quedarme, efectivo. Llamé a la mencionada compañía. Pocos minutos después ya me había inscrito y corrí la MMB cantando, feliz y tranquila, mejor de lo que hubiera imaginado.

Tuve un memorable viaje de fin de semana a la capital. Regresé y mis piernas se llenaron de morados. Bueno, morados no. Digamos que verdosos y alargados. Mi mamá se asustó, rememorando a un familiar a quien, años atrás, fueron los morados los que le avisaron de su leucemia. Terminé en el consultorio del doctor Manuel Guillermo Pabón, cirujano vascular (que pidió especialmente ser mencionado con nombre propio), quien, para mi tranquilidad, me dijo algo así como que aquellas marcas solo eran la huella del esfuerzo físico que había hecho mi cuerpo en la altura; aunque me ordenó un Doppler Venoso de Miembros Inferiores y, con ayuda de tal, supe que sufro de una pequeña insuficiencia venosa en la pierna derecha, al igual que el setenta por ciento de las mujeres, la cual no tenía nada que ver con las dichosas marcas; pero, bueno, no he venido a hablar de eso, sino de lo que ocurrió cuando acudí a la cita para mostrarle el resultado; la cual, por cierto, me corrieron no una, sino dos veces.

Me encontraba sentada en la sala de espera desde hacía un buen rato, cuando escuché por el altavoz: “Édgar Eulalio Arana, favor pasar al consultorio 603” (toda una ficción, hasta el número). Debido al retraso que mi doctor llevaba (después me enteraría de que se había varado), tuve tiempo, incluso, de esperar a que el susodicho saliera. Me le acerqué y le dije:

-Buenas tardes, disculpa, ¿tú eres Édgard Eulalio Arana?
-Sí -me respondió extrañado.
-Es que yo soy Lorena Arana y mi abuelo se llamaba Eulalio Arana.
Abrió los ojos, aunque con desconfianza. Me puso a prueba:
-¿De dónde era Eulalio?
-De Roncesvalles, Tolima.
-¿Y de qué murió?
-Fue algo repentino, como un derrame, no sé.
Abrió los ojos aún más.
-Espérame un momento, por favor. Tengo que recoger mi cédula, pero no te vayas. Esto me interesa.

Se retiró y yo me quedé un momento ahí, aguardando al que, en efecto, resultaría ser mi primo Édgard Eulalio Arana, de cincuenta y dos años, médico sufriendo de pólipos, a quien jamás había visto, ni sabía de su existencia; igual que él de la mía.

***

Laura Fernanda Arana, la mayor de los primos, se levantó esa misma mañana con un deseo tan extraño como ferviente de ir a ver su padre Ramón, asimismo, el mayor de los tíos, el cual pasó toda su vida huyendo, ¿de qué? Ni él lo sabe. Se hospedó en cuanto hotel de mala muerte encontró en casi todos los pueblos de Colombia. Okay, puede que no en casi todos; mas digamos que, a lo largo de su vida, ha cubierto gran parte del territorio nacional en cuanto se refiere a cuartuchos, bañuchos, almohaduchas, sabanuchas, expulsiones por el alto volumen de la televisión (debido a un problema auditivo que agarró con el tiempo) y caídas posteriores en la calle; comiendo galletas, tomando gaseosa y viviendo austeramente, mientras acumula una inimaginable cantidad de dinero en el banco… quien, para ese entonces, habitaba en Ibagué.

***

El primo Égard Eulalio me confesó dos cosas: Primero, que cuando me le acerqué, pensó que yo era una ladrona a punto de escopolaminarlo. Segundo, que él no era muy Arana, en el sentido de que compartía mucho más con la familia materna. Su padre, por cierto, había sido Égard Arana, fallecido hacía cuatro años, ocho menos que el mío.

Es que, cuando yo escuché dicho nombre en la sala de espera, lo primero que hice fue escribirle a mi tía Helena:

-Acaban de llamar a un Édgard Eulalio Arana aquí, en la sala de espera de la clínica. ¿Será uno de mis primos desconocidos?

Pues, mi abuelo Eulalio, quien murió en el cincuenta y uno, tuvo dos camadas de a cinco hijos: Una con su esposa y otra, claro, con mi abuelita: misiá Elvia Cano. Yo sabía que la primera existía. Sin embargo, jamás había conocido a nadie por ese lado. Mi papá y los otros dos hijos varones de misiá Elvia sí afirmaban que conocían a sus medios hermanos. No obstante, había transcurrido más de veinticinco años desde el último encuentro.

Cuando nos cruzamos, Édgard Eulalio inmediatamente llamó a su único tío vivo, Adolfo Arana. O mejor, diré: mi nuevo tío Adolfo Arana; quien se oía emocionado en el teléfono; probablemente, igual que yo. Y aseguraba que también conocía a sus dos medias hermanas: Olga, la menor por acá, y Helena, quien me comentó después que, “como familia”, nunca habían compartido con ellos.

Mi tío, quien resultó que también vivía en Ibagué y se desempeñaba como taxista, me habló sobre una vez que vino a Cali. Sabiendo que tenía un hermano en la ciudad, Ulises Arana, mi papá, lo buscó en el directorio telefónico. Lo llamó y se encontraron. Recordaba a mi mamá, a la de mis hermanos, que ya eran unos jóvenes e, incluso, a mi hermana adolescente, tocando el piano.

Estando ahí, con Édgard Eulalio, le hicimos videollamada a mi tía Helena: empero había tanto ruido alrededor que ella no entendió que el que estaba a mi lado era, nada más y nada menos, que su sobrino, ni aun viendo el enorme parecido entre este y su propio hijo. Llegué a casa a llamarla para contarle todo y me dijo: “¡Ay, Lorena, por favor, escriba la historia en el grupo de Whatsapp de los Arana!”. Lo hice y el revuelo que causó la noticia del nuevo primo fue enorme, aunque no previmos que el personaje más implicado terminaría siendo el tío.

A Édgard Eulalio solo me lo he topado una vez más, que, asimismo, me lo encontré en la calle; pues, aparte de todo, resultamos vecinos. En cambio, el tío se vio al otro día, en Ibagué, con el mayor de sus hermanos. Por intermedio de Laura Fernanda, se reencontraron Ramón y Adolfo; en un momento histórico, casi cósmico para los Arana, que conmovió hasta el fondo el corazón de Ramón, a sus noventa años.

***

A propósito de esta historia, se me ocurrió hacerle algunas preguntas al tío Adolfo. Hace unas noches lo llamé, entonces:

-Aló -voz de mujer.
-Buenas noches, ¿este es el número de Adolfo Arana? -hasta donde yo sabía, era soltero.
-Sí, él está bien, ya salió de la cirugía.
Fingí saber de qué me hablaban, aunque no tenía idea.
-¿Verdad? ¿Y cómo le fue?
-Salió bien. Yo ya me vine para la casa porque las visitas son hasta las seis y me traje el celular para cargarlo; así que me va a tocar contestar, gústele a quien le guste mi voz, sea yo una buena mujer o no.
-Ay, bueno, gracias a Dios está mejor.
-Sí, pues yo sé que la familia tiene derecho a saber cómo está. Mañana le llevo el celular. Bueno y la dejo, que me voy a poner a trabajar porque tengo mucho acumulado desde que él tuvo el accidente.

***

Después del encuentro con Ramón, mi tío Adolfo viajó a Tuluá, celebró el cumpleaños ochenta de su hermano Leonardo. Se descubrió que era un gran conversador, ¡hasta tocaba guitarra y cantaba! Allá mismo se reencontró con sus hermanas y conoció a los primeros sobrinos. También ha viajado varias veces en Pereira. Se ha visto con mi hermano y sus sobrinos nietos. Fue a Bogotá, chuleó de la lista a mi primo Felipe, el hijo de Helena, su esposa e hijos. Y, una noche decembrina, en Tuluá, hace más de un año, me encontraba en casa de mi tío Adolfo Valencia, por el lado materno, cuando escuché un: “¡Lorena, te buscan tus tíos!”. Corrí a la puerta, vi el carro de mi tío Leonardo parqueado afuera y, frente a mí, nada más y nada menos que a mi tío Adolfo Arana en persona.

Entró, conoció a parte de la familia materna. Vio las casitas que había hecho mi papá para el pesebre. Nos habló de su vida: “Yo estaba totalmente solo. Todos mis hermanos habían muerto, al igual que mis papás, abuelos y tíos. Y, un día, me aparecen cuatro hermanos, un montón de sobrinos y toda esta familia. Ha sido maravilloso, me he sentido bien acogido y a Helena la quiero hartísimo”.

Me impresiona cómo, sin tener idea, fui citada por el destino en esa sala de espera, en el preciso instante en que llamaron a Édgard Eulalio; cómo cuatro hermanos que habían perdido a uno atrajeron al faltante, que andaba como pieza suelta y solitaria de un rompecabezas, hasta que empató.

Por cierto, la mujer en el teléfono era su ex-esposa. Hace unas semanas, mi tío atravesaba una calle con el fin de comprar un pollo asado para alguien a quien le debía un favor; cuando fue embestido por un motociclista, al parecer bajo el efecto de alucinógenos, golpe que lo lanzó a cinco metros de donde estaba. Se lastimó todo el lado izquierdo. Tuvo una contusión cerebral, una lesión en la columna. Se fracturó la tibia y el peroné a la altura del tobillo y tuvieron que operarlo. Todos los días le da gracias a Dios por estar vivo. Mientras escribo esto, se recupera en la habitación que rentó desde hace cuatro años, cuando se separó, “empezó a pensar en sí mismo y a estar tranquilo”. Todavía le falta conocer a algunos sobrinos.

Mi tío Adolfo está bien.

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