Por Rolo Medina
Solía convencerme de que las primeras impresiones no podían modificarse muy fácilmente. Miradas tibias y condescendientes me decepcionaron durante muchos trabajos o subempleos, por más que mi comportamiento fuera discreto pero continuamente solícito.
Algo había en esas personas que me traspasaban sus prejuicios o dudas. Yo intentaba seguir de manera incólume mi tránsito comercial con el carrito de alimentos, que llevaba no sin irregulares pasos. Una rueda falta de aceite ponía en juego un equilibrio semi mortal para mi trabajo entre las 08:30 de la mañana y las 17 horas de la tarde.
El diseño particular de mi vehículo laboral contemplaba tres compartimentos hacia el exterior y dos en el interior. En las divisiones de adelante debían ir pulcramente organizados los sándwiches tipo baguete, las ensaladas de frutas, los almuerzos, y en la parte superior, los confites-snacks. En el cajón interno, mi caja. Además portaba siempre un lápiz bic, un gel para manos, una bolsa con el efectivo inicial y un talonario de boletas.
El trabajo consistía en conducir el carrito por los pasillos de siete pisos pertenecientes al edificio cuyas oficinas corporativas utilizaba un banco entre otras organizaciones tales como sociedades de abogados, dentistas, arquitectos, etc. Sí, subía y bajaba con un carrito de comidas por los ascensores procurando que no se me cayera nada. Antes, durante mi llegada al edificio, previa espera del vetusto taxista que me transportaba y que se quedaba irregularmente estacionado en la vereda del frente, en la calle Moneda entre Ahumada y Estado. Yo debía cargar dos coolers repletos de comida, más 36 latas de bebidas gaseosas, y 20 jugos naturales. O al menos eso decían las putas etiquetas.
– Ya maestro, me espera un ratito que la hago cortita.
– Cruce no más mijo- Respondía el viejo, que a ésa altura del trayecto ya olvidaba el mal rato que le hacía pasar mi jefe, el administrador del negocio, quien le debía 18 lucas.
Luego de dos o tres viajes, según como amanecía mi espalda, dejaba los productos en el hall, pegado a una puerta lateral de los ascensores.
– Hola compadre. Oye por favor, deja que suba la gente primero. Solicitaba el conserje del imponente edificio.
– Ok, respondía yo. Y cavilaba sobre mi condición de «no gente».
El piso al que debía llegar era el séptimo. A las nueve de la mañana las hordas de oficinistas se agolpaban en las puertas de los cuatro ascensores y yo no podía hacer otra maldita cosa que esperar. Una vez en mi destino, realizando suculentos esfuerzos lograba llegar a la puerta donde tenía habilitada por contrato entre la empresa de comidas y el banco, una pequeña despensa para guardar los alimentos, y organizar los inventarios de lo por vender. En sí mismo, el oficio era simple, vulgar sí se me permite. A las semanas, los clientes se sentían en confianza para pedir ciertos encargos. Algunos, lisa y llanamente aseguraban los mejores almuerzos. Otros, comenzaban a confidenciarme detalles de sus funciones en el banco, y hasta un par de mujeres cuarentonas coqueteaban de manera agraciada pero decorosa.
A veces mientras compraban, algunos me manifestaban el fastidio demoledor de sus rutinas, mientras otros se jactaban de sus menudencias familiares que poco o nada me importaban. Los menos, respondían a mi paso de una manera despreciativa. Podía leer en sus ojos cierto nivel de lástima hacia mis funciones. Esto se sentía como una ráfaga de ira y un subidón de temperatura en mi sangre.
Un peregrino deseo alimentado por la bestia del ego me ponía tenso. A la hora de mi almuerzo, en principio era notoriamente visible como eludían mi presencia. En un comedor compartido entre oficinistas, ejecutivos, trabajadoras del aseo, del servicio de climatización, etc. Ahí estaba yo, esperando la liberación de un espacio en la mesa rectangular disponible. A menudo intentaba amilanar la espera bebiendo un poco de agua o tomando café en las máquinas que se encontraban en la sala del comedor.
Los mejores días para la venta eran los lluviosos. Eso les nutría de una esperable pereza. Esperable porque pasaban la mayor parte del día sentados sobre sus traseros rutinarios. Alcanzaba a realizar tres o cuatro vueltas por cada pasillo, y vendía un 75 % de lo que llevaba desde la cocina del local ubicado a unos 200 metros de la estación Salvador, en Providencia. Los días de poca venta eran los peores para mi espalda. Debía volver caminando dicha distancia y hacía paradas para liberar un poco la tensión corporal. Al llegar al negocio, generalmente esperaba a que llegara el hijo del administrador, un tipo joven como yo, pero mucho más alto. Se encargaba de la logística, de comprar los insumos y también salía a vender en otros puntos de venta.
Teníamos buena relación, y nos conocimos porque existían amigos en común. En una de las tantas charlas post pichanga de futbolito, el flaco Oscarito recogió mi relato de solicitud para poder trabajar. Yo había desistido de trabajar en mi profesión, y buscaba algo de dinero para pagar mis cuotas del crédito universitario.
Nos reunimos un martes, y ya el miércoles iba a trabajar. Entendía claramente lo que exigía de mí, y él también respecto a los que yo solicitaba, salvo cada fin de mes. Era duro para pagar. Quizá demasiado, aunque justificadamente celoso de sus intereses. Había tenido varias desavenencias con antiguos vendedores, y tampoco podía negar la insoslayable presencia de los genes. Su padre, el viejo que no le pagaba a tiempo al taxista, era un tanto conchesumadre. Sólo un tanto. Tan alto como el hijo, pero con un carácter seco y flemático. Era el encargado de los números y las cuentas de la pyme.
Lo más gracioso era escucharlo intentando parecer genuinamente alegre. No lo era, y sus sonrisas o comentarios eran sombríamente paternalistas o socarronamente verticales. Sobre todo con el ayudante de cocina. Un joven haitiano, que trabajaba en dos lugares y cuya presencia era siempre la primera que me recibía después que amarraba mi bicicleta en una de las rejas adyacentes al local. Éste se encontraba entre varios edificios que conformaban un perímetro de varias torres.
– Buenos días compadre.
– Buenos días – respondía Dumas.
Dumas tenía las manos áridas, y por supuesto siempre estaba cagado de frío. Era pequeño pero fuerte, y su ánimo aunque aletargado por el cansancio y las horas de extenuando trabajo, siempre estaba a punto de soltar alguna broma. Yo le ayudaba armando los cubiertos plásticos que se entregaban elegantemente sellados. También colocaba las tapas a las frutas y los almuerzos. El tercero en llegar era el cocinero. También joven, y agradable. Luego de unos 20 minutos, aparecía el viejo dueño.
– Cómo va- Decía siempre saludándome a mí antes que al haitiano.
– Dumas, vengo del baño y está la cagada huevón. Sería bueno que lo limpiaras eh. Soltaba el viejo.
– Hola jefe- respondía el morocho.
El último en llegar era el hijo. Casi prestamente para cargar la mercadería y partir a los puntos de venta. Después de un tiempo mi espalda no me permitió seguir trabajando por el mínimo, o por un sueldo maquilladamente superior.