El erotismo de la carne: una potencia sin límites
Por Vicente Santibáñez Aravena
La escritura es, para Xelsoi, una cuestión espacial, un proceso que no se agota en el mero relato de escenas y personajes, pues sería un error catalogar este texto como “descriptivo”; sino que, lo que hace es ligeramente diferente, ligeramente más complejo, ligeramente más denso: Xelsoi dibuja corporalidades, objetos y escenas, cargando cada uno de sus trazos con el espesor de la materialidad. La riqueza de su lenguaje radica en que rápidamente caemos en cuenta de que no es el lenguaje el que cobra vida y se encarna, proyectando o representando espaciamientos; más bien, la operación es inversa, pues cabría decir que es el cuerpo mismo, en un movimiento de pliegue y repliegue sobre sí, el que se vuelve palabra, se apodera del lenguaje para introyectarse, para penetrarse y alcanzar lo más profundo de sí. Se trata, por sobre todo, de una escritura caníbal en tanto mueve el deseo del cuerpo hacia sí mismo, devorándose.
En “Hambre” el cuerpo se fascina por el espacio: “Lo deleitaban las formas que la luz del velador le dibujaba en el torso. Cada límite de su cuerpo, proyectado como una sombra sobre la pared, parecía afilado” (7). Sin embargo, la fascinación más grande es el deseo del otro, la necesidad palpitante por alcanzar eso que es el otro, como si todo se jugara en aquellas escenas donde la vida y la muerte danzan al compás del erotismo: “[…] Mateo levantaba los brazos, coreando la letra de una canción. El movimiento revelaba su vientre, enmarcado entre el bóxer y la polera. Un delicado camino de pelos se deslizaba por debajo de su ropa interior, desde el ombligo. A Domingo se le desencajaba la mandíbula viendo ese abdomen blando. Quería hincarle los dientes, arrancarle un pedazo de esa carne tierna” (19). En efecto, este deseo erótico por la otredad opera mediante la fijación por la materialidad, los gestos, y los objetos. Página a página el texto construye su intensidad in crescendo, se escenifica deliberadamente para mantenernos expectantes, pues nos hace también desear un desenlace donde el deseo se consuma.
Es increíble cómo el texto construye sus corporalidades y escenas, pues no le hace falta echar mano a los cánones hegemónicos, envestidos del romanticismo típico, para atraparnos en situaciones comunes, con cuerpos comunes que fácilmente podríamos ser nosotros. En esto radica el gran acierto: la transformación de la cotidianidad (un carrete, un baile, una herida), en espacios donde se hierve de deseo.
La antropofagia se hace presente a lo largo de todo el texto como un elemento que complejiza el deseo: por una parte, ¿será que Domingo se siente atraído por el cuerpo de los otros en tanto ve en ellos una proyección de sí mismo, como si se tratara de una prolongación de aquella primera escena donde él “se chupó el dedo corazón frente al espejo, repasó con la lengua sus callosidades, imaginando qué sabor tendría su piel para otra boca” (7). Si esto fuese así, entonces la integración de los otros opera, para Domingo, como un camino para alcanzarse a sí mismo: su deseo es, en última instancia, conocer el sabor de su propia piel.
Por otra parte, bien podría ser lo contrario: ¿Domingo desea el cuerpo de los otros para, de hecho, ser otros? En la última escena, Mateo besa la mano vendada de Domingo y se marcha, lo que constituye un momento decisivo: “[Domingo] En su palma cargaba el beso de Mateo. El único que había tenido y el único que tendría. Se lo devolvió a través de su mano. Con la lengua se abrió camino hacia la carne, deshaciendo el papel. Imaginaba la boca de Mateo mientras exploraba las fronteras de su propia llaga. […] Saboreaba su propia sangre delirando con los rincones ácidos, íntimos de Mateo” (23). En ese beso, Mateo se inscribe como otredad en la mano de Domingo, deja su huella sin que importe su presencia física posterior.
Lo que hace Domingo, por tanto, es utilizar su cuerpo para explotar los límites de sí; lo que busca es diferenciarse de sí para alcanzar aquello que no es él mismo; lo que anhela, por último, es confundirse a través de la transgresión de su materialidad. Esta segunda interpretación no solo parece ser la más interesante, sino también la que se confirma con la frase final: “Mientras se devoraba a sí mismo, en la ensoñación de un sabor ajeno, se hizo una promesa. Esta vez sí saciaría su hambre” (23. Las cursivas son propias).
Antes de concluir, quisiera recalcar dos cosas: por una parte, Xelsoi construye capa a capa la intensificación del deseo a través del erotismo -eso ya estaba claro-, pero su mayor logro es jugar con esa operación tanto dentro como fuera del texto: el hacernos desear una consumación que nunca llega dota al erotismo del texto de una potencia sin límites, pues estira también nuestra propia expectativa como lectores sin llegar a agotarla. Por otra parte, el placer que se nos muestra en la antropofagia parece corresponder con una experiencia que saca al sujeto de sí mismo, precisamente para chocar, lamer o rozar la otredad, la diferencia.
Finalmente, «Hambre» es una obra singular que difumina los límites del deseo, el cuerpo y el placer. A través de un lenguaje cargado de materialidad y erotismo, nos sumerge en un universo inquietante donde los cuerpos son territorios de transgresión y los sujetos se disuelven en el anhelo de alcanzar lo otro. Xelsoi nos convierte, como lectores, en cómplices de este festín caníbal, seduciéndonos con la promesa de un placer siempre diferido, siempre insaciable.
Libro: Hambre
Autor: Xelsoi
Editorial: Imaginistas
Páginas: 30